La burla presidencial
No es un exceso: lo único cierto que hay en Virgilio Andrade son su escasa estatura para el encargo que le confirió Enrique Peña Nieto, y sus bucles. Cuando uno quiere pensar que la política, sobre todo la que practican los adversarios, obedece a una racionalidad, se ajusta a una lógica más o menos plausible, tropieza con el hecho de que tal práctica no existe en el caso específico de los escándalos de corrupción que se dan en derredor del presidente de la república, su esposa, el secretario de Hacienda y toda una gama de funcionarios públicos en la que están presentes no pocos gobernadores de los estados integrantes de la federación. Pareciera que todo apunta a una burla y desafío a la nación, la opinión pública, los ciudadanos, en fin, todos los que con seriedad saben que la corrupción política que azuela al país es uno de los problemas estructurales que tiene México para salir de la profunda crisis en la que está y que no se le ve una solución cercana por el pacto de corrupción e impunidad de una clase política mezquina y que medra con el patrimonio de la república.
Sí, lo afirmo categóricamente, Virgilio Andrade es el signo de esta burla. En primer lugar porque su nombramiento no tiene sostén en la Ley Orgánica del poder Ejecutivo federal, donde no encontramos la secretaría del despacho para la que fue designado. Pero no solo, también está la falta de autocontención que muestra Peña Nieto al encargarle a su amigo personal y adepto político, una tarea que la república entera quiere transparentar en todas sus aristas. El principio universalmente acogido de que el auditor, fiscalizador, debe ser distinto e independiente de aquel funcionario o ente público que va a revisar, no tan sólo se deja de lado, sino que se atropella. Estamos en presencia de la desmesura enorme de nombrar a los compadres para que haga la revisión de cosas esenciales y, además, hay una falta absoluta de pericia, porque si esos compadres llegasen a hacer bien la tarea, no generarían la confianza que debe inspirar una auténtica rendición de cuentas.
Peña Nieto quiere viajar sin riesgo, de la mano de su Virgilio, al infierno dantesco de la podredumbre en que está postrado el país por los que han hecho de los intereses de la nación su propio cortijo para los negocios. Prácticamente nos está anunciando que no dejará la vileza afuera de las puertas del averno al que se supone viajaría para esclarecer los conflictos de intereses que están al descubierto, la aceptación de “donativos” como el de la Casa Blanca, la de Malinalco y tantos otros hechos hoy por hoy desconocidos porque esta alta burocracia hace de la corrupción, aparte de una patente de corso, el más sofisticado ejercicio de la secresía.
De tiempo atrás he sostenido las paradojas dentro de las cuales se mueve la política en el país. Si nos atenemos a la observación del jurista italiano Luigi Ferrajoli, México no es, no ha sido, contemporáneo de su tiempo, en el mejor sentido de esa frase. Pareciera que el país está condenado a estar postrado en un pasado que lo traba, pues según aquél, en el momento en que la democracia liberal celebrar su victoria, en un un mundo postsoviético, se muestra resquebrajada en sus elementos constitutivos y desvanece sus promesas de dar paso a un Estado con carácter representativo, sujeto a leyes en todos los órdenes de poder, bajo un control de legalidad y satisfacción de todos los derechos. Pues bien, nosotros ni siquiera hemos llegado al triunfo de esa democracia. Se han dado pasos adelante para luego retroceder a donde se estuvo, bajo el sistema autoritario que languideció en el año 2000 o más atrás, mucho más atrás. Buena parte de la sociedad mexicana está en contra de eso, pero no hay una visión de largo plazo y un consistente bloque social que fuerce las cosas para caminar en esa dirección y, el nombramiento de Virgilio Andrade, subraya, sobre todo, que dentro del poder omnímodo del presidente de la república no figura como agenda política un consistente proyecto anticorrupción. Y cuando afirmo esto me curo en salud, porque jamás he creído que de la clase política priísta pueda brotar el remedio histórico para abatir la corrupción, no porque esta vaya a desaparecer al cien por ciento, sino porque cuando se presente se corran todas las consecuencias que una rendición de cuentas, entendida como responsabilidad, se haga cargo de esos personajes legendarios del país que padecen la afición a la maldad.
El Estado de Derecho en esta materia es muy claro en cuanto decreta la abolición de esa histórica confusión entre intereses públicos e intereses privados que ha caracterizado a la función pública en México, prácticamente desde siempre, e inexplicable cuando se constituyó en república a partir de 1824. Perpetuar esa confusión contraviene principios jurídicos elementales y que de suyo excluyen de las funciones de Estado y de gobierno a todos aquellos que llegan a hacer dinero en los cargo. A esto hemos llegado, más agudamente en los últimos tiempos, porque el Estado mismo se concibe bajo la lógica de la empresa, del mercado, y esa lógica descarnada se puede traducir en la máxima de que peso que no deja tres, para que diablos es. Por tanto, la primacía del mercado destraba los límites al poder para hacer y deshacer, a contrapelo de lo que dijo en memorable discurso José Mújica, el gran presidente del Uruguay, cuando dijo con todas sus letras, que el que quiera hacer plata se aleje de la política, cosa de la que nosotros estamos aún lejos, muy lejos.
Cuando Peña Nieto se queja de que no le aplauden, debiera entender que su discurso, tanto como la designación de Andrade, no tan sólo se mueven en la ambigüedad para encarar con seriedad problemas esenciales de la república, sino que avanzan en dirección a que creamos que con cafiaspirinas se puede curar el cáncer de la corrupción, o que somos tan imbéciles los mexicanos como para que se crea que podemos comulgar con las ruedas de molino que nos prodiga el titular del poder Ejecutivo del país. En este marco, a Mauricio Merino le queda el mérito de haber escrito un texto memorable que le pone todos los acentos a los dislates presidenciales. Porque es cierto: no se necesita ni ser experto en ninguna ciencia social, sino poseedor del elemental sentido común, para entender las burdas trampas del discurso presidencial. Incoherente incluso, porque antes Aurelio Nuño, jefe de la Oficina de la Presidencia de la República, nos advirtió desde noviembre pasado que el escándalo de la Casa Blanca era un caso cerrado y, así continúa, porque desde luego que no serán los bucles de Andrade los que vengan a abrirlo en el mejor sentido. La realidad es que México padece un presidencialismo caduco y que riñe con lo que sería un Estado de Derecho anticorrupción, porque simple y llanamente un presidente de la república es técnicamente inimputable. Peña Nieto lo sabe y porfía.
Además, hay un grave problema estructural para el sistema jurídico: la clase política mexicana se ha cuidado muy bien de que los catálogos de conductas y de delitos existentes en la legislación penal, no contienen tipos legales que le den soporte a una vigorosa lucha contra las faltas de los funcionarios que a ciencia y paciencia de todos se enriquecen vía corrupción política para seguir reproduciendo su nefasto poder. En tal sentido, no hay una ecuación que equipare a los delitos con la corrupción política real, pero esto no significa que esa corrupción política carezca de sus contornos y deba ser combatida a fondo, tanto dentro de las instituciones como fuera de las mismas, en las calles y las plazas públicas, donde los ciudadanos pueden liberar toda su energía para encontrar una corrupción a tan aciago mal que amenaza con cancelar la vida democrática del país.
Soy un convencido que toda esta suerte de críticas que a algunos les llegan a parecer hasta simple metafísica, de nada servirían si no van acompañadas de propuestas concretas para la solución de los problemas reales. Verdad a mi juicio indiscutible. Por eso en alguna ocasión en la vida política de Chihuahua, intentamos, cumpliendo con todas las exigencias que la Constitución local estipula, que se creara un Tribunal Estatal de Cuentas. Huelga decir que salimos descamisados y amenazados del Congreso. Ahora intentamos que se castigue a César Duarte por la comisión de delitos demostrados. A ver cómo salimos de esta. Creo que triunfantes, salvo que también imponga a su hombre de vistosos bucles para patrocinarse la propia impunidad. Por cierto, hay mejores bucles donde envolverse.