¿Dónde estamos? Unos contestan que construyendo un nuevo régimen con la llegada al poder de Andrés Manuel López Obrador. Otros, que vivimos la continuación de un proceso histórico que se escenifica con los personajes emblemáticos de la vida nacional que van desde Hidalgo hasta Lázaro Cárdenas, pasando por Juárez y Madero, de tal manera que la ruptura de 2018 es, simplemente, retomar la secuencia de una historia lineal, que podrá desviarse, interrumpirse, pero que ineluctablemente marcha hacia su destino. Se le puede llamar a esto “filosofía de la historia” y también “uso y abuso de la historiografía”.

En 1988 hubo un momento de quiebre que marcó el desvertebramiento del nacionalismo revolucionario, que ya para ese entonces era mera retórica y se inició un proceso que se empezó a equiparar con las transiciones a la democracia habidas en otras parte del planeta. Se comenzó a hablar de desmontar el autoritarismo del PRI, abolir su coporativismo, reivindicar las libertades ciudadanas, a fin de alcanzar una democracia en la que partidos libres y competitivos se disputaran el poder a través de procesos electorales reales. De alguna manera hacer realidad el viejo lema de “sufragio efectivo”. 

En los viejos análisis se habló con reiteración de cómo una burocracia autoritaria y cerrada les obstruía el paso a los ciudadanos para acceder al gobierno y a la conducción del Estado. Hubo innumerables reformas, constitucionales y legales, que fueron tornando a los partidos políticos en entes de interés público por formar parte esencial del régimen político, si por tal entendemos ese “conjunto de instituciones que regulan la lucha por el poder, el ejercicio del poder y de los valores que animan la vida de tales instituciones”. En otras palabras, en el régimen político están las llaves para abrir la puerta al ejercicio del poder mismo. Es obvio que se trata de la selección de la clase dirigente, como obvio es el reclamo democrático de que sea a través de mecanismos muy decantados del respeto de las libertades y los proyectos que alienten los propios partidos que disputan. 

Cuando se escoge un régimen se escogen los valores que lo animan. Pongo un ejemplo: en los viejos países comunistas se establecía que el partido único era el rector del Estado, no el pueblo, no el cuerpo ciudadano, lo que devino en totalitarismo. Cuando, por el contrario, se reconoce la existencia de varios partidos, su competencia real y el respeto de los resultados de elecciones competitivas, se está escogiendo un sistema democrático.

Hago este recorrido por conceptos muy decantados en la ciencia política para preguntarme hacia dónde va nuestro país si sus partidos políticos están en franco declive por la crisis que se hizo tangible tras la elección de 2018. PRI, PAN y PRD, que a partir de los años ochenta trazaron las pautas para el reparto del poder, hoy se encuentran en severos aprietos por un conjunto de causas, internas unas, externas otras, pero de estas vale la pena no perder de vista que su compromiso llamado “Pacto por México” contribuyó a mancharlos con la tinta indeleble de la corrupción, que aquejó a México como nunca durante la etapa del peñanietismo.

Si algunos de estos partidos están condenados a desaparecer, a mi juicio lo tendrían bien ganado. Si renacen bajo otras condiciones, tendrían derecho a sobrevivir, así fuera en la marginalidad. Pero es obvio que sin partidos políticos no se construye ni funciona la democracia, lo que debe tener muy en cuenta el proyecto sustentado en una nueva hegemonía ejercida por MORENA, que aparentemente no estaría en crisis, si a sus gananciales nos atenemos, pero sí porque no atina a expresar un compromiso serio y contundente con la democracia que el país requiere para resolver los grandes problemas nacionales que ya despuntan hacia las próximas décadas.

Esta crisis del partido de López Obrador se muestra en su incapacidad para tomar decisiones básicas, cual sería la elección, abierta y competitiva también, de su dirección nacional y las homólogas en las entidades federativas. Me pregunto si se puede tildar de democrático a un partido que no tiene decantados sus procedimientos electivos. Mi respuesta es negativa, pero incluye más problemas porque no se advierte, en medio de esa farragosa filosfía de la historia, cuál es la visión correlativa de Estado y democracia, el papel del derecho y la equidad entre los ciudadanos frente a la presencia de un hombre fuerte que todo lo centraliza y todo lo colonializa de manera cotidiana, poniendo en riesgo autonomías básicas.

Algunos piensan que el movimiento se demuestra andando y que si hubiese procesos de decisión internos –tanto de dirigentes como de línea política– se empezaría a paliar las debilidades que aquejan al joven partido. Pero esos mecanismos, tan propios de la democracia, parecen finalmente causar repulsión y ello da pie a que se escojan los mecanismos del azar, de las encuestas, que hasta ahora constituyen una nebulosa en cuanto a sus metodologías pero que son impropias para un partido político, entendido como una convención de ciudadanos en derredor de un programa, con hombres y mujeres de carne y hueso tomando decisiones mayoritarias con proporcionalidad, pero sobre todo con el ingrediente de la certidumbre de las reglas que acompañan al sistema democrático, si es que tal es el propósito. 

En el régimen democrático existe ese conjunto de valores que le dan vida a las instituciones, que a final de cuentas trascienden a las personalidades por más grandes que sean; pero es frecuente que ese aspecto no se vea porque la atención se le otorga exclusivamente a las pugnas por el poder, que por lo general tienden a ahondarse, convirtiendo el ideal de la democracia en algo fuera de la democracia misma, lo que es una monstruosidad, por decir lo menos.

En todo esto, y no obstante tener muy decantada la visión histórica, MORENA y el ejercicio presidencial del poder, nos dejan más dudas que certezas. Si esto constituyera el núcleo duro de un dilema para MORENA, ya es tiempo de que vaya desbrozando el camino para darse el verdadero perfil que quieren quienes ahí están.