
De la ‘Dolce Vita’ a ‘El Padrino’, un viaje musical y personal
En alguna de sus obras, no recuerdo ahora en cuál, Oscar Wilde dijo que el arte de la música es el más cercano a las lágrimas y a los recuerdos. El pasado 14 de febrero asistí al Concierto de Gala La Dolce Vita, un viaje sonoro por Italia y el cine, en la Sala Nezahualcóyotl de la UNAM. Escuché a la Sinfónica de Minería, magistralmente dirigida por el venezolano Raúl Aquiles Delgado, con la presencia de la voz de la soprano María Fernanda Castillo, que intervino en algunas piezas.
He de decirles que no lo hice buscando el llanto, y sí los recuerdos, que me acompañan a lo largo de mi vida de manera entrañable, porque ahí escuché una amalgama y recorrido de medio siglo contemporáneo, al despliegue imponente de la música con la que se construye el cine, o una parte del mismo.
El punto de partida fue 1960, con la música que Nino Rota compuso para la cinta La Dolce Vita, de Federico Fellini, el gran director, también italiano. Ese año vimos un cine que celebraba la vida burguesa, con todos sus afeites finamente marcados, en este caso mejor actuado por Anita Eckberg, de la que inmediatamente se embelesaron los varones que descubrieron que había mujeres increíbles. En simetría, las mujeres hicieron lo propio con Marcelo Mastroianni.
Un nuevo cine había llegado y en el recuerdo entiendo que nos dejó la idea nebulosa de cómo se levantaba un país que, a menos de veinte años, había dejado atrás la dominación de “El Duce» Mussolini, para pasar a la azarosa dolce vita. El encanto de ese cine sería incomprensible sin la banda sonora que le compuso Nino Rota y que me despertó esos recuerdos, al paso que escuchaba la apertura del magistral concierto.
En el programa de mano, que ahora se puede capturar cómodamente a través de un código QR, se empezaría con Nino Rota y se concluiría con música de él mismo. La desembocadura me parecería lógica, obligada, necesaria, para todo el recorrido y para la evocación de los recuerdos, que no las lágrimas. Y así fue que llegó El Padrino, cinta dirigida por Francis Ford Coppola, estrenada en 1972.
Este recorrido, por lo que al cine toca, abarcaría poco más de veinte años en los que el mundo cambió vertiginosamente de las delicias del pueblo italiano, mejor dicho, de parte de él, al mundo del drama de la delincuencia y al papel que el narcotráfico cobraba como negocio. Y a esos dos mundos los acompañó esta música, sin la cual nos hubiéramos quedado a medias sin la comprensión estética que precisamente la música hace posible.
Todo eso sucedía en una posguerra con un capitalismo creciente que se enrutaba hacia el triunfo, mezclando violencia, delincuencia y política, como en las tres caras caprichosas de la misma moneda. Recordé lo que dijo Marlon Brando: “No creo que (El Padrino) sea una película acerca de la mafia. Creo que es acerca de la mentalidad empresarial. En cierta forma, la mafia es el mejor ejemplo de capitalismo que tenemos”. Escuchar esto, y sobre todo comprenderlo, es muy difícil sin la música que aportó Rota. Es, si no imposible, sí muy difícil, pues se trataría de algo así como comer algodón en rama.
De ahí la enorme importancia que cobra la música cuando se asocia al buen cine. Disfruté en grande esa suite de El Padrino, y no pude menos que recordar lo que le pasa hoy a mi país, pero de manera más vil y pedestre.
Entre La Dolce Vita y El Padrino –Italia siempre presente– escuchamos a Ennio Morricone en Érase una vez en América, la estrujante suite de La Misión, que da cuenta de cómo mueren los experimentos de utopías que se sobreponen e imponen a todos. Y entonces, llegó lo que algunos esperaban: el Morricone de la suite de Malena, Érase una vez en el Oeste y claro e indispensable la cinta sonora de Cinema Paradiso, en la que mis recuerdos estuvieron a punto de ser derrotados por las lágrimas, por el inolvidable cácaro del Cine Alcázar de Camargo, Carlos García Delgado, mi padre, que por más de medio siglo le dio cine a mi pueblo.
Fue extraordinaria la ejecución. Lo mejor, según algunos críticos que consulté, porque fue en la que mejor lució la orquesta de nuestra universidad nacional.
De gustibus non est disputandum acostumbraba decir mi querido Marx, dando muestra de un escepticismo que no se le reconoce. Parecía que habíamos llegado al final. La suite de El Padrino era el clímax y cerraba el concierto. Pero hubo sorpresas. El público ovacionó de pie e hizo regresar al director al escenario y luego Morricone se empoderó al ejecutarse la banda sonora de la película El bueno, el malo y el feo, del director Sergio Leone, figura legendaria de esa filmografía italiana conocida como spaghetti western. De nuevo la delincuencia está presente, y la música contribuye acompañando personajes típicos y a que entendamos, o al menos pongamos en duda, que el hombre no es virtuoso por naturaleza.
Obvio que no entiendo este concierto como un mano a mano taurino. Dos grandes, Rota y Morricone, brillaron como gigantes de la música para el cine, de una música ahora vinculada a la historia de la cinematografía; y lo que son las cosas, antes estuvo en la ópera, pero sin el celuloide que llegó mucho después, y qué decir de lo que veremos en este futuro que ya nos alcanzó
Dos o tres apuntes finales: esta gala fue deslumbrantemente extraordinaria por la intervención que tuvo el polifacético narrador Juan Arturo Brennan, un cineasta y divulgador laureado por su trabajo. Él introdujo todas las piezas con cápsulas que explicaron e ilustraron con detalles muy significativos para entender mejor, entre pieza y pieza, tanto la importancia de las obras del cine como de sus directores y el papel de la música y sus creadores. Precisión, erudición y excelentes narrativas que para mí se tornaron en estupenda pedagogía para recordar, y sobre todo para entender.
A mi juicio, finalmente, brillaron los oboes, y el corazón humano y profesional, desbordante de entrega, y alegría más que total, de Gabriela Jiménez, artista principal en los timbales y percusiones de entre los músicos participantes en la Orquesta de Minería.
Ese 14 de febrero fue un día abigarrado de experiencias. Salí de la sala convertido en otro, que al menos piensa que adquirió nuevas herramientas para entender dónde está, dónde estamos. Al salir saqué de mi bolsa el pañuelo de papel, un clínex, que estaba muy húmedo. Aún así, sostengo que me quedo con los recuerdos redivivos.

