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Si a las dependencias de obras públicas actuales –municipales o estatales– les hubieran encargado la construcción de las pirámides de Egipto, seguro estoy que mal habrían empezado las primeras de las no pocas que hay en este país. Lo digo apoyado en el testimonio de miles de chihuahuenses que a lo largo de los últimos años observan los trabajos que se realizan en la glorieta en la que cotidianamente vemos la estatua del general Francisco Villa, sobre la intersección de las calles Universidad y División del Norte de la ciudad de Chihuahua. Hacen, hacen y hacen y nunca acaban. Hoy, a este preciado monumento, se le introducen modificaciones costosas –mármol de por medio–, pero se puede observar que las dos placas de bronce que estaban de origen en la parte frontal fueron retiradas, y quiero suponer que bajo riguroso inventario para regresarlas intactas a su lugar. No vaya a ser que en breve, como acostumbran los malos políticos que tienen en sus manos decisiones de este corte, pongan otras en las que se reconoce al mandamás actual, que entre sus sueños está ligar su recuerdo al del conductor de las epopeyas de Torreón y Zacatecas.

La estatua de don Ignacio Asúnsolo ya forma parte del patrimonio cultural, no nada más de esta región sino del país, porque fue erigida en un tiempo en el que los priístas de entonces aún no perdonaban las osadías del general y había en torno a él regateos innumerables. Recuerdo cómo Carlos Monsiváis subrayó que en toda la Ciudad de México no había una calle que llevara el nombre de Francisco Villa y sí una llamada División del Norte, pero velando así la presencia nacional del héroe. Somos muchos los que queremos que el remozamiento actual, al parecer de hechura lentísima, no vaya a ser la oportunidad para que el cacique actual haga lucir su nombre, pretendiendo consagrarse hacia el futuro. Así proceden estos politicastros, no es que estemos aprovechando la oportunidad para una crítica de circunstancia, pues más vale prevenir que lamentar.

Hace poco vi cómo el principal teatro de la ciudad de Mérida tiene ahora, a más de cien años de construido, una enorme placa de mármol negro, con la firma de la exgobernadora Ivonne Ortega, que da testimonio de su “voluntad” de que el teatro siga funcionando (por supuesto que nadie amenazó con obstruirlo). No vaya a ser que en igual sentido aparezca una acá, en lujoso bronce, el nombre del cacique, lo que sería lamentable y bochornoso si además a él se adosa el de Javier Garfio.

Y es que a estos señores les gusta hacer caravana con sombrero ajeno, o como los canes, dejar su marca por todos lados.

 

Cano Ricaud, sin modificar actas civiles, se declara hijo de Patricio

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Suele suceder con los que llegaron a la política por mero azar y circunstancia, quiero decir, sin vocación. De ser ciertas las afirmaciones que aparecieron en una columneja política local, Alejandro Cano Ricaud estaría buscando ser el sucesor del mandamás actual. Quizás acorde con el aforismo de Peter Ustinov, “los padres son los huesos con los que los hijos afilan sus dientes”, y por eso, renegando de su progenitor biológico, se dice hijo de Patricio Martínez (lamentablemente García), por lo de los huesos, pero sobre todo por el filo diamantino de los voraces dientes. Tengo para mí que así como pinta la clase política, ya cualquiera puede aspirar al cargo salido de la arpilla priísta. Hijo de P….atricio.