exgobernadores-duarte-22ago2014

La colaboración con un gobierno dictatorial, tiránico, corrupto, autoritario y deshonrado, es tema que las ciencias sociales, y en particular la política, han tenido en gran aprecio. Es reflexión que viene de lejos. Durante el siglo XX, con la caída de Hitler, Mussolini y del mundo soviético, examinar el colaboracionismo se convirtió en parte inexcusable de una agenda, porque la historia que quedaba atrás con crímenes enormes, heredó un gran manojo de hombres y mujeres que trabajaron con o para los que habían ingresado a la derrota o al derrumbe. De entre ese manojo había que espigar a no pocos criminales, y contra ellos algo se tenía que hacer. El recuerdo de los juicios de Nuremberg es emblemático, para poner un ejemplo de gran resonancia. Quiero decir que el pasado no había transcurrido sin más y que la amnesia que está atrás de toda amnistía –valga la redundancia– nunca fue el camino para desprenderse de la tortura que ejerce el recuerdo del pasado en la mente de los que siguen actuando en la sociedad, en muchos casos en convivencia forzada o pactada con los actores del bochornoso pretérito.

Son no pocos los autores que abordaron, por ejemplo, la coexistencia en Alemania de los reconstructores de una nueva república al lado de exnazis connotados y que se desempeñaron prácticamente en todas las áreas estratégicas de la vida: economía, cultura, arte, vida social, en fin, y volvieron a vivir, bajo otro signo, el drama que sobrevino a la unificación alemana que se dio en tiempos de Helmut Kohl y que ahora recogía al seno de la sociedad germana a los antiguos cómplices del comunismo policiaco que se impuso en la república mal llamada Democrática de Alemania. Y no se redujo el problema al ámbito de la política, sino que ahora se tenía que convivir con los torturadores, con los soplones que vivían en la casa de al lado y que habían sido cómplices de la Stasi (policía política) para todo tipo de percances, que van desde los graves hasta los ordinarios, como bien, con disolvencia cinematográfica, lo refleja la estupenda película La vida de los otros, del director y guionista Florian Henckel von Donnersmarck.

Las líneas anteriores pretenden, escenográficamente, tender un telón de fondo para lo que luego diré. Empiezo señalando una carencia que ha tenido, y tiene, nuestro país, a pesar de su ya larga y acompasada transición hacia la democracia, y me cuido de no decir consolidación, aunque sé que esto es materia de polémica. La ausencia es que tras un largo estadio de autoritarismo en México (en el discurso yo lo databa para fines prácticos con la fundación del PRI en 1929, y Porfirio Muñoz Ledo me reconvino para indicarme que la fundación data de 1521, cuando Hernán Cortés se apoderó de la gran Tenochtitlan), carecemos de una reserva social o capital humano integrado por hombres y mujeres realmente comprometidos con el ideal del Estado democrático y sobre todo con experiencia para sustituir el pasado que se prolonga con la coexistencia de los cómplices de ese autoritarismo. Así, hemos visto que sendos presidentes de la república surgidos del PAN, echaron mano de detestables próceres del ominoso pasado, e igual con todo ese racimo de gobernadores, muchos de ellos de raigambre priísta. Entiendo que los fenómenos políticos no son químicamente puros, y también que el discurso democrático por principio abandona la destrucción o aniquilamiento de los adversarios, pero no deja de ser complejo que en el país vengan los cambios adosados a la permanencia en el poder de quienes la sociedad abjura. Esa es la realidad que tenemos.

Y el mal –para mí lo es– se extiende: por ejemplo, Peña Nieto llamó a José Antonio Meade para convertirlo, vía nombramiento, en el canciller; a Rosario Robles, para situarla al frente de la política social, sin importar el affaire de corrupción en la que se vio envuelta. Los ciudadanos votan y cuando se respeta su voto piensan que habrá cierta coherencia con lo que se postula en las campañas, para luego darse cuenta de lo que tiene tintes de continuismo o de complicidades. Quizá no en la experiencia tan grotesca y dolorosa que hemos visto en muchos países del Este europeo, hegemonizado por la antigua Unión Soviética, y no se diga cuando vemos en lo que resultó de la desaparición de ésta: el regreso del pasado, cuya nada enigmática figura es Vladimir Putin, ni más ni menos que exjefe comunista de los aparatos de inteligencia y represión que sentaron sus reales en la tierra de Tolstoi. Tengo para mí que eso no lo digieren bien las sociedades, en parte por un escepticismo metódico natural o por la certidumbre de que el gatopardismo (que todo cambie para que todo siga igual) es más, mucho más, que un simple drama de novela italiana. Entre nosotros, el costumbrista José Rubén Romero tiene una descripción, simplona, de cómo los viejos caciques de un pueblo cualquiera, durante el porfiriato, volvieron a ocupar uno a uno el palacio municipal, pero ahora convertidos en reconocidos revolucionarios que nos fue heredando el maderismo, el carrancismo, y todos esos ísmos sin doctrina que hemos padecido acá.

Sinceramente ya me parece muy largo el rodeo que estoy haciendo, y pido disculpas. Resulta que es inminente el relevo de César Duarte Jáquez (no soy creyente pero a alguna deidad tendré que agradecerle) y ya se empiezan a barajar las cartas de qué hombre o qué mujer será la heredera del desastre. Bien miradas las cosas, y si hubiera autocontención, habría pocos pretendientes; pero la política no da para eso. Pondré ejemplos para preguntar a la sociedad en general, esa que desea un cambio pronto pero trabaja poco para conseguirlo: ¿haría gobernador a un Héctor Murguía Lardizabal, que ya nos dijo sobradamente quién es, como alcalde (en dos ocasiones por Ciudad Juárez); y quién no fue, como senador de la república? ¿Es que la sociedad tiene un corsé que la aprisiona para no decirle “no” a un mafioso de la política (recuérdese a Saulo Reyes)? En la misma dirección, qué decir del invendible por indigerible Enrique Serrano, cómplice del colapso chihuahuense. O de una mujer, subrayo, una mujer, como Graciela Ortiz, que fue cómplice del gobierno feminicida de Patricio Martínez García, también del actual cacique, al que le sirvió como secretaria general, y que en el pasado inmediato atracó la libertad de expresión y votó la traición a México que está atrás de la reforma energética. ¿Es que a estos colaboracionistas todo se les puede perdonar, vía olvido o cualquier otro mecanismo? De políticos menores y también colaboracionistas no me ocupo, por no emborronar cuartillas inúltilmente.

Pienso que el ir por el camino de la empresa, el periodismo, la cultura, la política, de la mano de los autoritarios y los corruptos políticos, se debe convertir en un saldo, en un lastre autoimpuesto por quienes decidieron colaborar con la desmesura y los crímenes de hoy, y que la sociedad, en este caso el cuerpo ciudadano, el pueblo, no debe olvidarlo a la hora de tomar sus decisiones. No es fácil remontar esto, como no ha sido fácil desmontar el autoritarismo mexicano (el corporativismo sindical sigue intacto, por poner un ejemplo dramático), pero si no empezamos a hacerlo a través de una ciudadanía siempre activa y siempre presente, no obtendremos una democracia de mediana calidad. Seremos víctimas de los aparatos de poder, de la corrupción y desdibujamiento de los partidos políticos que hoy vemos en Chihuahua, del traslapamiento del Estado y el gobierno en PRI, de medios de comunicación convertidos en persuasores del mantenimiento del establecimiento actual. En otras palabras, que los crímenes del pasado se premian, porque, tomando el título de un libro que dediqué a Patricio Martínez, el crimen sí paga.

El tema del colaboracionismo con la mezquindad y el cretinismo actuales debe tener un costo. Ha de manchar a quienes se han comprometido con una realidad que el país detesta, pero no alcanza a cambiar en el mejor de los rumbos y para bien de la inmensa mayoría.