Cuando los hechos de sangre rebasan al Estado, con mayúscula, sus representantes en el poder recurren al gastadísimo –doloroso por cuanto significa la simulación de un problema– juego de la papa caliente. Sobre el tema, Javier Corral dice que opina la mismo que su fiscal, César Augusto Peniche, quien a su vez afirma que en la masacre cometida en un centro de rehabilitación de la colonia Rosario estuvieron involucrados al menos cuatro sicarios de la banda de los Aztecas, brazo criminal del Cártel de Juárez. Pero el presidente del Partido Acción Nacional, Fernando Álvarez Monge, se voló la barda, como se dice en el argot beisbolero, al echarle la culpa a la federación, esa en la que, ahora, tanto confía el gobernador para resolver la captura de César Duarte con los expedientes entregados en diablito.

Hace un año y medio la condena panista sería casi unánime contra el “vulgar ladrón”, luego de tres masacres consecutivas registradas tan solo en la ciudad de Chihuahua. Hace un año y medio el de las culpas hubiera sido el corrupto Duarte. Pero ahora, aunque muchos de sus seguidores siguen enquistados en el poder o gozan de beneficios otorgados por la nueva nomenklatura, lo más fácil es voltear hacia Los Pinos.

Nadie niega el abandono a la seguridad pública por parte de Peña Nieto, nadie olvida la masacre de los estudiantes de Ayotzinapa (en realidad no hay nada cierto sobre su paradero), para nadie es ajena la política de la simulación por parte del gabinete federal; por eso mismo la ciudadanía ha de asegurar la delimitación y las competencias de sus gobernantes en los momentos de gloria, si los hubiere, pero también en los de pesar. Las recientes desgracias provocadas por la naturaleza y al mismo tiempo por la corrupción que siempre genera más víctimas entre los pobres, llevó, por ejemplo, al gobernador de Nuevo León a echarle la culpa a dios, cosa que quizá Álvarez Monge ni el gabinete local harían en Chihuahua dada sus filias religiosas. Pero sí al de enfrente.

Pero una cosa es errar y otra es perder el piso. La sangre, hasta donde se sabe, es de un solo color. No hay partido, ni cromo, ni siglas que valgan un argumento para deslindar al gobierno de sus responsabilidades en los hechos de violencia que aquejan al estado de Chihuahua nuevamente. La época de terror y del miedo administrado tanto por Duarte como por los grupos criminales parece estarse reponiendo, y en esta vorágine de especulaciones hasta circulan en internet mensajes supuestamente provenientes de las células violentas para paralizar a la población, o aparecen en la prensa extrañas detenciones de secuestradores de un supuesto empresario cuya identidad se oculta, a diferencia de las víctimas de la Rosario, que se exhiben con nombres y apellidos.

Hace siete u ocho años el río revuelto de la criminalidad trajo consigo muchas desgracias. El crecimiento de la violencia en la entidad ya no es una preocupación sino una exigencia respecto de su contención, cuando menos. La ciudadanía no espera que los que ahora ostentan el poder se vuelquen en exenciones apresuradas, en astucias verbales. Lo que requiere Chihuahua son hechos, no palabras. Con el 2018 a la puerta, ¿a quién (es) conviene gobernar con el miedo?