Marguerite Duras, la autora de El amante, escritora francesa notable y laureada, también fue periodista y escribía artículos y crónicas en importantes rotativos como France-Observateur o Libération. Para fortuna de los lectores en español un manojo de los textos se recopiló en el libro Outside (Plaza & Janés) datado en Barcelona en abril de 1986. Ella misma le escribió una introducción que empieza con estas penetrantes trece palabras: “No hay periodismo sin moral. Todo periodista es un moralista. Es absolutamente inevitable”. Cada quien puede tomar postura en esto; para mí, ahora no es el tema que deseo abordar. Después de la pandemia, sin ser promesa obligatoria, podría hablar sobre el particular y de cara a lo que vea. Puedo ser, seré testigo. Me interesa reseñar una de estas breves crónicas, estrujantes sin duda, para recordar a todos y todas que la barbarie siempre ha estado ahí.
Narra Duras que algo extraño empezó a advertirse en el horario de los trenes que iban de Lahore a Delhi. Los pobladores advertían cambios imprevistos, se intrigaban porque sus horarios personales los ajustaban a la posible puntualidad del medio de transporte, sus silbatos y su ruido. La intriga como humor dubitativo creció: un tren se paró en la estación una mañana, se parecía a los trenes ordinarios a los tiempos de paz, pero era diferente. En ninguna de sus partes había pasajeros. Ni adentro ni en el techo. Eso causó sensación en la aldea agrícola de Mano Mjara. “¿Transportaba los tesoros del gobierno?”, se preguntaban.
Por la tarde del día del rarísimo tren, llegó la policía en camiones a requisar toda la madera y el petróleo en posesión de los habitantes, la trasladaron a la estación del ferrocarril. Por la tarde, teñida de celajes naranjas que se tornaban en cobre de la India, la brisa empezó a soplar, con olor a maderas, a petróleo convertido en fuego. Pero no llegó solo con esos aromas. Al olfato de los habitantes llegó “un olor de carne quemada” que los unió en el “silencio mortal”.
Dice Duras: “Los habitantes comprenden. El tren transportaba cadáveres”. Mil, se enterarían después. El tren venía de Pakistán. La historia registra que en esa convulsionada región, de variadas religiones y que recién pagaba el costo de un periodo colonial, estaba al borde de su independencia. El costo era sombrío: un millón de seres humanos sacrificados.
No faltaron después relatos realistas y aterradores. Alucinantes. El desorden social provocado por la ignorancia enfrentaba “hermanos de la miseria (que) se mataban entre sí” y “fraternalmente” se atribuían los crímenes mutuos. Las culpas se cruzaron como reproche de unos contra otros. La autora de la crónica se dijo rebasada.
Su moraleja nos brinca a los ojos del texto mismo: “En lo sucesivo no hay como correspondencia aquí para el horror. Es lo que se llama “el progreso de la historia”. Pero el progreso de la historia tiene sus inocentes.
La autora lanza una “piedra blanca” sobre el comisario del distrito donde se perpetró la incineración (el gobernante): no asistió a la quema del tren fantasma y sólo se hacía consolar por una pequeña bailarina de aliento a jengibre y pecho de miel… y los espíritus del whisky.
Indues o musulmanes, qué importa. Tan no importó que los bulldozer se encargaron de la limpieza posterior.
No es novela, menos de ficción. Duras afirma: “Es un relato”, es lo que “ni siquiera es imaginable”.
La lectura me dejó esta moraleja: no es cierto que el olvido, como sostiene Roberto Ampuero, “sea el hijo consentido de la historia y el alero bajo el que palpita la convivencia”.
He hecho una apretada síntesis, en unos casos puse comillas y en otros no, nada le agregué, quizá omití algunas cosas y sólo digo:
El progreso siempre ha tenido detractores y víctimas inocentes. Hoy esos contrincantes se multiplicarán frente a la adversidad. Sólo hay una certeza: es tiempo de interrogantes y de búsqueda de respuestas. Ahí estamos todos como responsables, como las partes de una flor que no se debe marchitar: gineceo y androceo, filamentos, cáliz, pedúnculo, ovario, pestilo, nectáreo y corola. Corola.