Las recientes declaraciones de César Duarte sobre cómo se salvaron de la cárcel José Reyes Baeza y Cristian Rodallegas –encargado de las finanzas de ambos funcionarios– cayeron, virtud al silencio que patrocinan los medios a sueldo, prácticamente en la nada. Es usual que esto acontezca cuando se vive en una sociedad en la que los medios hablan hasta el justo límite que les permite el embute. De todas maneras la gravedad de las declaraciones ahí está, nadie puede moverlas de ese rango tan delicado y a la vez cercano a la corrupción y al desbarajuste administrativo, más si consideramos que los involucrados en el escándalo silente son miembros del mismo partido, pero en la coyuntura muy enfrentados por ver quién se queda con el pastel del poder político, y desde luego sus munificentes recursos.

Habría dos formas, entre otras, de interpretar este caso. El primero es que es un tema vedado: en la casa de la corrupción nadie puede hablar de la corrupción, es pecado mortal que se convierte en venial, virtud a la quietud con la que se maneja públicamente el delicado asunto. Parecieran decir los actores, en este juego no se vale desnudar a nadie, no podemos matar con un debate público, y menos judicial, a la gallina de los huevos de oro de la que hemos disfrutado por tanto tiempo. Esta interpretación es plausible si consideramos que la corrupción política obra como poderoso cemento que une a la casta gobernante, más allá de sus diferencias. La moraleja sería para Duarte: chitón, gordito, que ese es un tabú.

La otra interpretación, más cercana al realismo político, es que Duarte carece ya de todo poder para darle consecuencia a una declaración cargada de acusaciones. Sus oponentes estarían diciendo: déjenlo que hable, a final de cuentas sus palabras allá arriba ya no pesan absolutamente nada. Que hable el canalla, que al fin y al cabo nadie lo escucha. Y en esto, además, hay un ingrediente: por alguna circunstancia de tipo psiquiátrico, el pensamiento duartista se genera en la desesperación demencial que provoca la cercanía de perder los últimos gramos del poder que un día soñó de excelsa magnitud.

En esas dos interpretaciones, quiero decir que no está contenido el interés que debiera haber en la sociedad cuando sus enemigos riñen con ese grado que popularmente se alcanza cuando se dice: se pelearon las comadres y salieron las verdades. Pero de que hay fondo en el tema, lo hay, por más que la prensa lo calle.