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A Sergio Alberto Campos Chacón, un buen amigo

No hay plazo que no se cumpla: la Universidad Autónoma de Chihuahua llegó a sus 60 años en condiciones que jamás imaginaron quienes decretaron todo tipo de fiestas, como si en el estado y en el país no se fueran a presentar sucesos tan importantes como los de Guerrero y las evidencias de la impunidad y la corrupción, emblematizadas por el tema de la “Casa Blanca” o el enriquecimiento ilícito de César Duarte. En muchos años, los que se han apoderado de la conducción de la UACH no habían sido testigos de una insurgencia de la juventud estudiosa, como este 2014.

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Quiero con este texto volver a otro que escribí hace algunos meses sobre la materia, no para hacer una retrospectiva de un simple artículo, sino de los hechos graves de los que hemos sido testigos los últimos tiempos. Entonces dije: la Universidad Autónoma de Chihuahua cumplirá seis décadas de existencia. El gobernador alemanista Óscar Soto Maynez impulsó el proyecto y lo decretó en la calidad de una universidad, no autónoma, del estado. Se ha discutido si con la fundación se buscó una legitimación por ejercicio del poder para resistir ser defenestrado por el poder presidencial de Adolfo Ruiz Cortines, dada la cercanía del gobernador con Miguel Alemán Valdez, al que le debía absolutamente la gubernatura. Sea como sea, la universidad recién creada llenó de entusiasmo a la sociedad chihuahuense, particularmente a los segmentos progresistas de dentro y fuera del partido oficial que veían en la naciente institución un futuro pilar para continuar el proyecto revolucionario que tuvo en Chihuahua capítulos importantes y también trágicos.

Reconocí entonces como un acierto indiscutible de aquel momento nombrar al doctor Ignacio González Estavillo como primer rector. Un médico progresista, simpatizante de la izquierda, nacionalista, pero a la vez con una visión amplia de su tiempo, que le permitía ver no tan sólo a la provincia, lo local, sino la dimensión nacional y universal que en materia de educación tuvo momentos brillantes por quienes ocuparon la conducción de la educación pública en México. Un rector auténticamente respetable, y lo dije porque este cargo difícilmente ha sido cualificado por estos adjetivos. Los creadores de la UACH no optaron por construir sobre las piedras preexistentes el nuevo centro de educación superior, y fue así como el centenario Instituto Científico y Literario desapareció, contra la idea de una universidad que se va fincando y haciendo a sí misma a lo largo de los siglos, como lo hemos visto con la universidad europea.

Autónoma o no, reconozcamos que la universidad siempre ha estado en dependencia del gobernador del estado y es cierto que esta circunstancia ha tenido saldos de muy diversas consecuencias. Al principio de su existencia, el cargo rectoral pasó a ser estrictamente de designación política y hacia adentro realmente los únicos que tenían posibilidades de hacer política eran, y siguen siendo, los priístas. En el despacho del gobernador se decidía quién subía o quién bajaba del cargo; la ausencia de autonomía formal, además, lo facilitaba. Tan grotesco era esto que durante los primeros años se habló de la “ley del retrato”, ya que en la galería de exrectores los nones habían terminado bien, por decirlo de alguna manera, y los pares muy mal porque salieron derrocados, cual serían los casos de Felipe Lugo Fernández, José Fuentes Mares –uno de los intelectuales más destacados que ha tenido Chihuahua– y Carlos Villamar Talledo.

Con Saúl González Herrera se conformó un grupo de raigambre liberal, de jóvenes briosos que prometían, sin dejar de lado la hegemonía priísta, alcanzar metas altas. Se malogró en la hora decisiva. Ese grupo veía bien el pensamiento de Vicente Lombardo Toledano, también había sido testigo de la presencia de Martín Luis Guzmán al recibir el doctorado Honoris Causa por la UACH, escuchando un brillante discurso en el centenario del pensamiento liberal mexicano en 1957. La levadura estaba, después el pan se quemó en la boca del horno, recordando un verso de César Vallejo. Tuvo un rector también excepcional como el primero: Manuel Russek Gameros, que paradójicamente llegó con el aliento que le dio el gobernador Praxedes Giner Durán y que abandonó la Rectoría (de ninguna manera quería violar la “ley del retrato”) cuando asumió el gobierno Óscar Flores Sánchez, que decretó la autonomía en 1968 y posteriormente interpuso sus oficios para que Óscar Ornelas se convirtiera en su sucesor, lo que en términos generales fue bien visto, sobre todo por las áreas humanísticas de la propia universidad. Hablo del año en el que el país se estremeció por la irrupción de los jóvenes en la vida política que brilló en las calles durante ese año axial. Russek Gameros inició con un diálogo permanente con los estudiantes y los académicos, una reforma a la universidad, convocó a expertos, se rodeó de algunos colaboradores progresistas, sabía escuchar y no era infrecuente que se le viera departir amable y generosamente con el alumnado, que lo confrontaba con huelgas, manifestaciones masivas, pero nunca le faltó al respeto ni a su investidura. Esto lo emblematicé casi fotográficamente, en mis recuerdos, por aquella madrugada fría y lluviosa de febrero de 1968, cuando nos recibió en su casa para discutir la solución de un conflicto estudiantil y probamos por primera vez el buen coñac de factura francesa. Esa noche Diego Lucero Martínez, en su calidad de dirigente de la Sociedad de Alumnos de Ingeniería, sin renunciar a sus banderas, se bebió dos buenas copas que le permitieron regresar calientito, con toda su tropa, a las guardias de la huelga. Había un trato decoroso, atento de la dignidad, y un sentido profundo de que la universidad sólo es posible cuando se define esencialmente como una comunidad de estudiantes y maestros. Después, todo fue diferente.

Esos estudiantes –hablo del post 68, de la estrujante realidad de los halcones en 1971, del 15 de enero de 1972– y un grupo de maestros se propusieron transformar la universidad, documentaron sus ideales, lo hicieron con honestidad y congruencia; cometieron errores, desde luego, pero también grandes aciertos y fueron derrotados. Además asumieron las consecuencias. Inició una historia de dependencia política marcada por la servidumbre en todos los órdenes. Personajes como José R. Miller, Reyes Humberto De las Casas Duarte, Rodolfo Acosta Muñoz (al que Víctor Orozco calificó de Urcuyo, el efímero heredero del somozismo), Rodolfo Torres Medina, José Luis Franco, más que rectores fueron síndicos de una quiebra muy dolorosa de la que el estado no ha salido y que es clave para entender por qué se truncó un proceso que pudo haber colocado a Chihuahua en una órbita de conciliación del viejo liberalismo político y las nuevas corrientes libertarias del mundo moderno. Cuando esto sucede es cuando uno comprende que las derrotas son derrotas y que el pago de sus facturas es altísimo, no para quienes sufrimos la represión, que sería lo de menos, sino para la sociedad que perdió un soporte importantísimo para su mejor desarrollo.

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Escribí entonces, insisto, a grandes trancos, y pude hacerlo a detalle, pero esa no fue mi intención, porque realmente a lo que quise referirme es a esto: se había decretado para este año una conmemoración por las seis décadas, aunque no sean muy convencionales, porque lo usual es cada cuarto de siglo, cincuentenario, etcétera, de acuerdo a una tradición no obligatoria, lo reconozco. A final de cuentas, qué bueno que sesenta años ya empiecen a marcar adultez y, por tanto, contestar a las preguntas: ¿qué se ha hecho, qué se ha logrado, dónde estamos?, en fin.

Revisé escrupulosamente lo que se conoce de este jubileo político, su programa, y ahora recuerdo que hasta iba a venir Mario Vargas Llosa, y quizá no estuvo porque nos habría recordado la dictadura perfecta. Y me encontré con una ausencia: los que quedamos fuera, y no voy a hacer tampoco hoy la lista, la diáspora, los que estuvimos un ciclo de diez años y tuvimos que peregrinar hacia afuera, no estamos ni estuvimos contemplados. ¿Nunca existimos? Esos años de lucha que definieron están velados, como las viejas películas fotográficas que se exponían a la luz por impericia.

Fui ingenuo al postular que la historia es la historia y además al proponer que no estaría mal que el foro se abriera, que se diera una confluencia de ideas y personas que ayudara a que la Universidad Autónoma de Chihuahua se vea en el espejo. Hoy, como entonces, pienso que a la UACH le hace falta, y nos hace falta, más lo primero que lo segundo.

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Hasta aquí el viejo texto, pero lo que vino después fue más que aleccionador. A la publicación del texto inicial sobrevino un ofrecimiento, tenue, raquítico, de que “algo” se haría en torno al tópico. Jamás se vio voluntad real de poner un espejo en el sentido apuntado. En alguna ocasión me dijeron: los vamos a entrevistar, ya verán, pero nunca sucedió nada. ¿Qué pasó? Lo abordo retrospectivamente también. Un amigo me envió entonces un comentario que ahora reproduzco:

A propósito del artículo, recuerdo que al llegar a San Petersburgo, hace unos años, observé estatuas de Lenin en la calle. En muchas otras ciudades se habían quitado tras la caída del socialismo (aunque la momia sigue en la Plaza Roja como atracción turística), y me explicaron que el “cabildo” de la ciudad (o como se le llame allá) había decidido respetar todos esos monumentos elaborados durante la época comunista porque eran parte de la historia (cualquiera que fuese y por comprensible que persistiera el rechazo a ese periodo) del país y de la ciudad. Sin duda muestra que San Petersburgo es una ciudad culta, reconocedora de la historia, integradora de su pasado. Creo que a la UACH (y al hombre de enfrente del Paraninfo, con todo y su partido) les hace falta esa pequeña (inmensa más bien) dosis de templanza petersburguesiana. Esa es la diferencia, la distancia al parecer infranqueable por ahora. Son hombres avestruces pues entierran el pasado, prefieren no verlo y así declararlo inexistente, antes que visualizarlo y asimilarlo; es un problema de estatura, no les alcanza para ver por encima de sus cabecitas entretenidas en la lisonja y el lobby avasallador del ambiente académico. Cierto, necesitan un espejo pero de monumentales proporciones.

Y es que ese lobby avasallador se hizo presente, casi en la recta final al jubileo presidido por el dueto Duarte-Séañez: la absoluta dependencia y envilecimiento de la autonomía universitaria, el cretinismo de los directores de todas las facultades que firman alabanzas al gobernador porque no les queda dignidad alguna entre sus manos. No podían, y en criterio de ellos, no debían, recordar de ninguna manera ese pasado, porque algunos de los actores representan ese pasado que no se ha ido y está más vivo que nunca. Lo que se vio fue lo mismo con lo que nos encontramos en septiembre de 1968: entonces el gobernador priísta canceló las clases; ahora hacía lo propio el cacique y su rector. No hay retrato más dramático para ver la miseria a la que se quiere someter a la UACH, que ver las condecoraciones que le entregaron el pasado 8 de diciembre a personajes del corte de Reyes Humberto De las Casas, Rodolfo Acosta Muñoz y Rodolfo Torres Medina, algún día huésped de la Penitenciaría del Estado. Quien presidió fue Duarte, quien sirvió como ujier fue Séañez y los ofrecimientos de dotarse de un modesto espejo quedó en un simple telefonazo de obligada e hipócrita cortesía.

Pero para su desgracia, en las calles encontramos ya un nuevo futuro: los jóvenes que se levantan y vienen por todo.