diego-lucero2-20jun2014

Borges comparó, maravillosamente, la biblioteca con el paraíso. Creo, sin pretender complementarlo, que también tiene un rincón infernal. Ahí se guardan los documentos que jamás se pueden quemar, porque contienen lo imperecedero: si se trata de arte, el que siempre va a perdurar; y si de infamias, aquellas que nunca pueden caer en el aberrante desprecio del olvido. Es la subyugante idea que nos legó el gran poeta y novelista Mijail Bulgákov, víctima del estalinismo y, sin duda, uno de los más notables escritores del siglo XX. De él es la frase profunda e imperecedera “los manuscritos no arden”.

Hace unos días el Relator Especial de la ONU sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias, el sudafricano Christof Heyns, dio a conocer en México su informe sobre esta delicada materia. Siguiendo los cartabones de la organización mundial, su trabajo refleja la observación que hizo en los lugares mismos donde sucede esto, en diálogo con los familiares de las víctimas, los derechohumanistas y otros testimonios que contribuyen a dar certeza y convierten a estos documentos en instrumentos básicos de comprensión de la negra realidad. En ese informe aparece el nombre de Diego Lucero Martínez, víctima en enero de 1972 de una ejecución perpetrada por agentes del gobernador Óscar Flores Sánchez. El trabajo del relator, con el que tuve la oportunidad de conversar cuando visitó Chihuahua, me movió a sacar del infierno, donde nunca se quemó, el legajo que desaté con mano firme y en el que se documenta con expedientes judiciales, recortes de periódico, fotografías, manuscritos, notas de abogado, el baño de sangre que siguió al triple asalto bancario que grupos insurgentes realizaron el ya lejano 15 de enero de 1972.

Luchar entonces por el derecho a la vida desde una perspectiva derechohumanista, no era algo que tuviésemos al alcance de nuestras manos. La enseñanza del Derecho estaba cerrada, a diferencia de otras partes del mundo, a la concepción que arrancó con la Declaración de 1948 y permanecíamos anclados a un Derecho penal de ficción, a un Ministerio Público y su Policía Judicial dependiente y carente de profesionalismo, y no se diga a jueces de consigna. Pero no solo: tampoco los colegios de abogados jugaban su papel y no faltó la mano de un oscuro núcleo de penalistas que, llegado el momento, le lavaron la cara –así lo creyeron– al gobierno criminal. Era difícil demostrar, conforme a las pautas del Derecho y las prácticas del litigio imperantes, dónde quedaba instalado el abuso del poder y las consecuencias que de eso derivan. Sin embargo se logró, mediante una enorme movilización social, probar en la conciencia ciudadana que el gobierno se había manchado las manos de sangre de manera cobarde, en particular al asesinar a Diego Lucero Martínez; también a Gaspar Trujillo y Ramiro Díaz Ávalos.

Recuerdo la mañana de aquel 15 de enero de 1972 mi encuentro casual con el periodista Guillermo Gallardo Astorga, director de Índice. Al igual que gran parte de la sociedad chihuahuense, estaba conmocionado por el suceso. Sin poseer mayores datos, tenía la suficiente claridad para entender que atrás de todo se encontraba otro intento insurgente en la línea que habían marcado Arturo Gámiz García y Pablo Gómez Ramírez. Aparte de recomendarme extremar mis cuidados, me dijo que buscaría a Óscar Flores Sánchez, su amigo, para pedirle que no se fuera a desatar una ola de violencia desde las instituciones y que le recomendaría que a todos los que aprehendiera con motivo de los asaltos bancarios, les iniciara un juicio conforme a Derecho y que si las sentencias llegaran al extremo de que se tuvieran que hacer viejos en la cárcel, que así fuera, pero que no cegara vidas; imploraría benevolencia que hiciera justicia. Conocía bien la dimensión del ganadero político. Gallardo Astorga era también profesor y abogado y su tesis recepcional versó sobre la figura de Ignacio L. Vallarta. Quiero decir: sabía de qué estaba hablando y de quiénes estaba hablando: Óscar Flores Sánchez, General Fernando Pámanes Escobedo, Antonio Quezada Fornelli, Ambrosio Gutiérrez, Jesús José Chávez, Tránsito Chávez, Elizardo González y José González Garza, rostros del poder político y militar en el estado de Chihuahua. Sus caras a los universitarios de entonces nos lo decían todo: veníamos del 2 de octubre y el 10 de junio, efemérides de la barbarie, y sabíamos que a Óscar Flores lo había designado Gustavo Díaz Ordaz.

Desconozco si esa conversación se realizó. Sé que sus temores se consumaron, en un momento negro de nuestra historia en el que, en contraste, brillaron los estudiantes, obreros, campesinos y colonos que no toleraron la represión, catalogada por la iglesia posconciliar del arzobispo Adalberto Almeida y Merino como violencia institucionalizada, que lo mismo se vio gráficamente con un guerrillero ahorcado contra toda posibilidad criminológica, y otro al que prácticamente se le aplicó la ley fuga en el municipio de General Trías. Esa violencia de Estado encarnada en Óscar Flores Sánchez quiso marcar una línea nacional contra la guerrilla cuyo lema pudo ser “exterminio antes que Derecho”. Ni siquiera dictadores del tipo de Fulgencio Batista procedieron de esa manera: Fidel Castro tuvo la posibilidad de defenderse y pronunciar ante sus jueces y la sociedad cubana su histórico discurso La historia me absolverá; luego fue a dar a una cárcel y con los suyos marchó al exilio mexicano para reemprender la tarea insurgente. Aquí no, la ley se homologó a la drástica decisión de matar, exterminar, arbitraria y extrajudicialmente. Aún no llegaban los tiempos de la Guerra Sucia pero ésta ya tenía un gobernador precursor.

Tengo la certeza, al igual que otros amigos y compañeros, que Diego Lucero fue aprehendido vivo para luego ser asesinado. Vale la comparación: hasta el militar Giner Durán le permitió a Óscar González Eguiarte y a Ramón Mendoza –también guerrilleros– una defensa eficaz y un juicio equilibrado. A Diego no se le dio la oportunidad de encarar un juicio con plenas defensas y garantías: había que matarlo. Así se hizo. Hablo de certeza, que significa plena posesión de la verdad correspondiente al conocimiento perfecto, cuya conciencia de ella permite la afirmación, sin sombra de duda, con confianza plena en que dicho conocimiento es verdadero y válido y que basada en la evidencia supone un conocimiento comunicable y reconocible por cualquier otro entendimiento racional. No en otro estado he permanecido desde el día que me enteré del crimen. Aquí unas evidencias:

Compañeros de la guerrilla involucrados en el triple asalto vieron a Diego Lucero Martínez detenido y vivo cuando lo trasladaban dentro de las instalaciones de la Policía Judicial, aproximadamente a las 7 de la tarde del domingo 16 de enero de 1972. Hubo quien lo vio rodeado de policías y en presencia del procurador Antonio Quezada Fornelli. Otros de sus compañeros lo divisaron poco antes en un vehículo de la policía que lo trasladaba por la calle Primero de Mayo de la ciudad de Chihuahua. Un reportero del periódico Excélsior vio con antelación en otra escena un recado escrito que el procurador dijo haber encontrado en los bolsillos de Diego Lucero, justo la noche del domingo que lo asesinaron y con la versión de que esa evidencia la habían encontrado en una casa descubierta a los insurgentes. Ese domingo, buena parte de los televidentes del estado de Chihuahua vio a Agustin Barrios Gómez a través del Canal 2 de televisión, de la Ciudad de México, en el programa Comentarios y Celebridades, en el que el exquisito periodista informó a la república entera que Diego Lucero Martínez había sido muerto esa noche en un encuentro a tiros con la policía. La edición matutina de La Prensa, de la Ciudad de México (se ponía en circulación a las 2:00 de la madrugada del lunes), publicó la muerte como hecho ocurrido el domingo anterior, lo que evidenció la falsedad del entonces procurador de que el suceso había acontecido entre las 2:30 y las 3:00 de la mañana, justo cuando ya los periódicos circulaban de mano en mano y todos sabíamos a quién pertenecía el cadáver. Por otra parte, el domicilio en donde se supone se dio el enfrentamiento, ya era conocido a través de los medios como para suponer que un avezado guerrillero regresara a ese lugar.

El Heraldo de la tarde del lunes 17 de enero de 1972, informó que en el anfiteatro de la Escuela de Medicina se encontraba un “cadáver no identificado” a la hora de cerrar la edición y que había sido victimado en la calle José Aceves 1209. Quienes éramos estudiantes en la universidad, nos recorrió un escalofrío al ver la foto de Diego Lucero muerto y al que habíamos conocido durante años como estudiante de Ingeniería Civil de la UACH y presidente de la Sociedad de Alumnos de esa escuela. Cientos y cientos teníamos ojos para identificar de manera inequívoca lo que en la versión oficial de Antonio Quezada Fornelli se daba a la circulación como el cuerpo inerte, rígido y torturado de “una persona no identificada”. Hubo todo un montaje para ocultar un crimen. Siempre he conjeturado, por el conocimiento personal que tuve de Diego, que él nunca les dio la información de su identidad a sus captores, torturadores y asesinos. Cavilo que hasta el último momento se presentó como “Raúl Díaz”, su seudónimo, y pienso también que eso contribuyó a que lo mataran, pues en la lógica elemental del gobierno local, se le estigmatizó como un sonsacador que vino de fuera. Creo, empero, que dado el gran papel que jugaba Diego en la organización de la insurgencia armada, pudo decidir a sus captores y a la Dirección Federal de Seguridad de Fernando Gutiérrez Barrios a su eliminación preventiva. Por supuesto que sabían de su solidez, fortaleza, terquedad y claridad para continuar la lucha en la que también participó y que adquirió tintes épicos el 23 de septiembre de 1965 en Madera.

En su descargo y ante la presión cívica, Óscar Flores recurrió a conceder una licencia a Quezada Fornelli para la realización de la investigación, cuyos hilos nunca soltó de entre sus manos y simuló la imparcialidad que le dio un abyecto dictamen emitido por una academia de las ciencias penales, encabezado por personas cuyos nombres ni siquiera deseo escribir. Todo un baldón para quienes creen en el Derecho.

A Diego lo ejecutaron arbitraria y extrajudicialmente, de manera sumaria, para escarmiento de una juventud insumisa con el autoritarismo y la injusticia y para que tomara nota una sociedad que muy pronto se levantó en protesta multitudinaria, que se amparó en la comprensión de la tradición liberal de las garantías individuales, sin tener en sus manos las espadas que hoy brindan los derechos humanos. Pero no fue una sociedad silente, inane. Cuando el relator Christof Heyns lo pone como un ejemplo de estas ejecuciones impunes perpetradas por el Estado, siembra el nombre de Diego Lucero en el mundo entero, para que nadie lo olvide, para que sea la marca que sí marca al partido hegemónico de ayer y de hoy.

El relator especial sostiene que es preocupante que no se hayan iniciado acciones judiciales contra la Guerra Sucia mexicana; subraya el conmovedor relato que recibió del hijo de Diego. Entiendo que es una deuda pendiente del Estado que corona hasta el día de hoy la impunidad. Hay más tiempo que vida, dicen; “y vivir no es resignarse”, nos dijo, a su vez, Albert Camus.

Y porque lo olvidan los dictadores, hay que recordarlo: “los manuscritos no arden”. Qué pena que todos los criminales descritos ya hayan muerto y no puedan constatarlo ni, con desvergüenza, reconvenirme. Entre tanto, pareciera que todo fue una pesadilla que no logró borrar ni el tiempo ni la arena movida por los fuertes ventarrones del desierto chihuahuense. Diego Lucero es una marca.