Marco Bonilla es un vendedor de baratijas. Con el apoyo de la prensa a sueldo, comercia con la peregrina idea de que se acabó el culto a la personalidad. Dice que ya no pondrá su fotografía en el despacho de la alcaldía, sino la de su familia y, obvio, en cascada sus feligreses hacen lo mismo.

De contrabando está comerciando con la idea de que ahora hay “perspectiva de la familia”, frase en la que se refugia el ultraderechismo de un alcalde que, aparte de postizo, ya perdió el suelo en sus proyectos de un futuro remoto.

También vende que ha depuesto a Klifer, una incumplida empresa beneficiaria de contratos para recolección de basura. Lo que oculta es que si esa empresa fue o es negligente, en perjuicio de la ciudad y su gente, la dejaron pasar de bobita, tanto Maru como la Manque, y en aquel entonces al hoy alcalde sólo le quedó poner su cara bonilla.

Por lo demás, no nos hagamos bolas: quienes ahora asistan a las oficinas no tan sólo verán, obligadamente, el rostro del funcionario, sino también el de su esposa, hijos y demás. Bueno, no tanto.