Pienso que el romanticismo, en parte, está hecho de excesos. Cuando murió Honorato de Balzac, pronunció la oración fúnebre Víctor Hugo, y dijo: “De ahora en adelante, las miradas no se dirigirán a las cabezas de los que gobiernan, sino a las que piensan, y el país entero se estremece cuando desaparece una de estas cabezas”. Era la Francia de 1850. A más de cien años, el autor de la Comedia Humanaevidentemente que tiene un gran lugar en su país y en el mundo. Pero no todos gozan de esa suerte.

Murió José Luis Orozco Alcántar, un gran chihuahuense de dimensión universal. Miembro de una familia distinguida en la que se cultivó el amor a la ciencia y a las artes, a la disciplina y al compromiso de vida. Inició en la década de los sesenta del siglo pasado su formación en la Universidad de Chihuahua; primero en la Escuela Preparatoria, después en su Escuela de Leyes, donde obtuvo el título de Licenciado en Derecho. Muy pronto su vida se abrió a los libros, las ideas, y las letras. La academia de una universidad que aún no cumplía ni quince años le ofreció la alternativa del magisterio, en asignaturas filosóficas y sociológicas. Orador con grandes dotes, proclive a participar en la vida política estudiantil, muy temprano –cuando eso es oportuno– desdeñó esas actividades, tomando como opción de vida la ruta del investigador, el académico notable, el fundador de instituciones de alto nivel, verificando en los hechos que su temprana decisión fue la correcta, fructífera y fecunda. Él ya no está, pero su obra le sobrevive.

Sentí enorme tristeza al recibir la noticia de su deceso; dejé mucho tiempo de conversar con él. Leía sus textos. Hoy, a la distancia, tengo a timbre de orgullo, que me haya honrado con su amistad y, además, me siento gratificado por la vida que haya sido mi maestro de Filosofía de la historia y Sociología, a lo que agregaría una deuda impagable: abrió a mi vida al menos los nombres, las obras, y los aportes esenciales de los grandes pensadores de todos los tiempos. Lo hizo con brillantez, generosidad y con la vocación del maestro que abre las grandes compuertas de la sabiduría.

Orozco Alcántar fue –es– un grande. No viene al caso enumerar su vasta y profunda obra publicada; sí en cambio, recordar algo que me parece grandioso para la vida intelectual de una ciudad de Chihuahua que lo graduó con la tesis La teoría hegeliana del Estado moderno, con una amplísima exposición del idealista alemán al que se asocia, como pares y gigantes, figuras del calibre de Kant y Marx.

He vuelto a esa tesis para constatar su profundidad, su vastedad bibliográfica, y reconocer que la cultura florece en ambientes peculiares como el que vivió Chihuahua en los años que menciono.

La Universidad de Chihuahua, sin autonomía formal y real, era un campo de debates brillantes y de anhelos de desarrollo y superación. Lo mismo entre conservadores y liberales, y la naciente y pujante izquierda socialista, se palpó el compromiso por las empresas que se iniciaban en el ámbito intelectual y el desinterés mezquino que luego llegó a sentar sus reales en la que muy pronto se convirtió en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Esta universidad jamás fue vista con desdén por Orozco Alcántar, y le sirvió con altura de miras, pero le esperaban cosas más grandes y tuvo la oportunidad de distinguirse en ellas como pocos en el país y en Latinoamérica.

Siempre atento del papel de la ciencia y sus límites, que al precisarse le dan la grandeza, fue a investigar la “pequeña ciencia” a los Estados Unidos, la potencia mundial aparentemente incontrastable.

Vivirá con nosotros en sus libros y en su ejemplo. Para mí es un imprescindible en más de un sentido. Va mi abrazo fraterno para toda su familia; espero que pronto se recuperen en el gran aliento de vida que estará presente por siempre en el recuerdo entrañable de José Luis.

Aunque el dolor público, señalado en el discurso de Víctor Hugo, no haga el acompañamiento que corresponde a una nación que ya no tendrá la presencia física de un gigante de la investigación y el pensamiento. En esto nada es en vano, aquí no hay exceso pequeño.