Politólogo notable, militante de izquierda, crítico del poder, periodista por más de medio siglo, académico emérito de la UNAM, Arnaldo Córdova falleció a inicios de la semana que concluye. Con otros notables hombres y mujeres de este país que se le adelantaron a su muerte, va adelgazándose el elenco de los grandes del siglo XX mexicano. Conocí a Arnaldo Córdova aquí en Chihuahua en 1973, lo atrajo nuestra tierra por el formidable movimiento de masas guiado por la izquierda que tuvo su mayor expresión en 1972, cuando se formó el Comité de Defensa Popular, el de entonces, no el adefesio en el que luego se convirtió. No vino solo, con él llegaron, en diversos momentos, Rolando Cordera, Adolfo Sánchez Rebolledo, director de “Cuadernos Políticos”, Pablo Pascual y jóvenes de aquellos años como Luis González de Alba, famoso por su libro Los años y los días, y José Woldenberg, interesado ayer, como hoy, por el cine, que a la postre no fue su carrera definitiva, salvo que el tiempo para fortuna me desmienta.

Arnaldo Córdova se interesó por Chihuahua pero llegó aquí ya con una obra escrita e influyente. Para nosotros –los Nachos, y luego bajo la identidad del periódico El Martillo–, obcecados en encontrar una interpretación del pasado, el presente y el futuro de México, leer La formación del poder político en México, La ideología de la revolución mexicana, La política de masas del cardenismo y otros de sus textos de teoría, resultó tarea imprescindible, y conversar directamente con el autor fue un privilegio que nos dio la vida. A él le preocupaba que un gran movimiento como el de aquellos años estuviera invertebrado, sin partido político, sin estructuras que le garantizaran un porvenir luminoso. Hombre ya curtido en el rigor de la lectura y el estudio de los clásicos de la política y el derecho –no se diga la obra de Karl Marx y sus principales e innumerables seguidores–, veía en nuestra generación el desorden teórico muy propio de una juventud enclaustrada en su región, abierta al mundo ciertamente, pero sin posibilidades de desarrollo por su ocupación en un activismo desenfrenado. Recuerdo bien la conferencia que nos brindó en la biblioteca de la Escuela Preparatoria de la UACH (desaparecida con saña) durante la crisis de la huelga estudiantil, iniciada a principios de 1973, a la postre derrotada.

Con el tiempo escaso, nos enseñó a abordar lecturas fundamentales; por entonces Antonio Gramsci causaba revuelo y él lo conocía en su propia lengua. De carácter fuerte, no escapaba en él un cierto dejo de bondad para un grupo que luchaba consistente y honradamente por las causas de la democratización de la universidad, su conducción democrática, su aliento en favor de la crítica, y desde luego la apertura hacia las capas sociales obreras y campesinas que finalmente quedaron fuera de la universidad cuando ésta pasó a manos facciosas, de mente estrecha y sobre todo con un sentido elitista que llegó para quedarse, a cuarenta años de distancia. Escribo de una etapa en la que el fantasma de la represión asomaba permanentemente: el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971 estaban frescos y eran inspiradores de lo que vino después en nuestra región, cuenta habida de que aquí tuvimos un 68 que se prolongó por más de cinco años, sin sufrir directamente el aplastamiento de Tlatelolco.

A Arnaldo Córdova le llamó la atención que la generación de universitarios de aquella época, que estaban al frente de la lucha, hicieran esfuerzos autónomos y creativos, destinados a asequir un programa político y social en la visión clásica de la historia del marxismo y el periodismo que le acompañó permanentemente. No tanto por la profundidad que esto pudo tener, sino porque era una experiencia que sólo se veía en dos o tres partes de toda la república, y aquí con cierto brillo. De todas maneras, su ojo escéptico no le permitía –y qué bueno– brindar elogios fáciles. Con fama de ser un hombre de mal humor, entre nosotros se rió a carcajadas y también nos hizo reír a carcajadas, como en aquella sobremesa en la que se discutió el tono preciso de mi negra piel, y él recordó que los de mi color allá en su Michoacán querido, aunque era oriundo del Distrito Federal, los apodaban “huevo de burro”, por tenerlos los manaderos de ese elegante color. Afortunadamente el mote no pegó y continué con la denominación de una especie de apellido compuesto: garciachavez.

Pero ya hablando sobre miga esencial, quedamos impregnados primero por las tesis contenidas en la obra La formación del poder político en México, por la herramienta intelectual que caracterizó el régimen emanado de la revolución como un régimen populista, y con ello todos los teóricos que abundaron en esa dirección. Pero resultó estrujante para algunos admitir que la revolución mexicana había seguido una línea de masas cuyo objetivo principal era justamente impedir una revolución social en el país, lo que llevó a la construcción de un sistema corporativo que se consolidó entre 1929 (fundación del partido que hoy conocemos con las siglas de PRI) y 1938, en el apogeo del gobierno patriota de Lázaro Cárdenas. Ahí dató Córdova el surgimiento del autoritarismo paternalista y el enorme poderío que cobró la presidencia de la república, no tanto por las facultades de un artículo constitucional que enumeraba una a una las facultades del Poder Ejecutivo, sino por el poder para movilizar las masas que derivaba, al menos, de dos artículos clave de la Constitución de 1917: el 27 para la reforma agraria, y el 123 para la organización y control de lo que ahora se llama el mundo del trabajo. Y lo que más calaba a los anticapitalistas de por acá: el postulado de que la revolución se propuso, ni más ni menos, el desarrollo de un modelo capitalista, con su propiedad privada, de la figura del emprendedor y la práctica en favor de éste de la conciliación de clases que permitía la reproducción en gran escala del modelo capitalista. En otras palabras, y de alguna manera, reconocer que el desarrollo del país dependió siempre de una estrecha vigilancia y un apoyo rotundo del Estado, que fueron encabezando desde Plutarco Elías Calles hasta Luis Echeverría, que delimita el horizonte de esta obra.

A mi juicio, fue más singular la influencia que ejerció la obra La ideología de la revolución mexicana, grueso volumen en el que Córdova examinó exhaustivamente el periodo que va de 1895 (porfirismo) a 1929 (fundación del partido hoy llamado PRI). Con afán enciclopédico revisó y fichó toda la historiografía disponible hasta la conclusión de su obra, alrededor de 1972-73. Ahí analizó cómo la revolución no tan sólo no dejó atrás el viejo presidencialismo fuerte de Díaz, sino que lo acrecentó, y al hacerlo así lo convirtió en un puntal de la organización y el desarrollo material de la sociedad. Expuso en términos marxistas lo que significaba aquí una ideología dominante, que inspira, define o dirige a una clase dominante: la mexicana. Reseñó una debilidad de la sociedad mexicana para establecerse por su propia cuenta, la política de conciliación entre las masas populares, el atraso y asimetría del país con relación a los imperios, pero a la vez la aceptación de la penetración de éstos, en particular el norteamericano, y todo lo referente al complejo tema del nacionalismo revolucionario; precisó, además, el proceso de institucionalización en sus nudos vitales: Ejército y creación del Banco Central y la reforma hacendaria.

Leer todo esto resultó estremecedor, por un lado. No generó necesariamente coincidencias absolutas, pero fue fecundo porque alentó a una izquierda por una senda ilustrada, que desgraciadamente se ha perdido ahora en el pragmatismo perredista y en los contrahechos partidos PT y MC. Qué dicha la de aquel entonces tener la posibilidad de brincar de los buenos libros a la arena política, del rigor de las ideas y el pensamiento a la práctica de la política. No quiero dejar de mencionar el estupendo prólogo que Arnaldo escribió a la obra de don Andrés Molina Enríquez, Los grandes problemas nacionales, esclarecedor para entender no pocos de los dilemas de este autor, sino de la historia de un régimen de privilegio que con el tiempo cambió lo que había que cambiar para llegar postrimeramente al neoliberalismo depredador de estos días.

Por estas y muchas otras razones, la muerte de Arnaldo Córdova me ha conmovido. Tuve la oportunidad, cuando fui consejero nacional del PRD, de verlo conversar animadamente al lado de Arnoldo Martínez Verdugo, y yo mismo, de charlar con él sobre el presente y el porvenir de la izquierda. Conversaciones vivas e inolvidables, aleccionadoras por su profundidad, en la voz del que ahora se ha ido. Discrepé callado de la defensa que en diversos momentos hizo del lopezobradorismo; ahí sentí que los caminos se habían bifurcado, pero confieso que no hubo la oportunidad de escuchar a mayor profundidad sus razones.

Siempre que un hombre de la talla de Arnaldo Córdova muere, una gran tristeza se queda entre los vivos, y para mí, algo que me parece una lección imperecedera: hombres como Arnaldo Córdova sólo crecen en el campo de la izquierda; en el de la derecha, habiendo también grandes, nunca son tan grandes, pero sobre todo, nunca son tan numerosos. Por algo será, por algo es.

Arnaldo vivirá en sus libros, en su obra, en la presencia de su esposa y de sus hijos, de su familia en general; de sus amigos y compañeros: académicos, demócratas, revolucionarios, de izquierda, comunistas, patriotas, a todos los cuales les envío mi fraterno y solidario pésame. Hasta siempre, Arnaldo Córdova.