La movilidad social en las calles de las ciudades tiende a ser un derecho muy importante en la vida cotidiana de la gente. Producto del crecimiento desmesurado, de la mala planificación urbana, entre otras causas.

A esto se suma la ausencia de voluntad de los gobernantes para regular un servicio público con todas las normas, por una parte, y la cobardía para tocar los intereses de supuestos líderes sindicales que se conducen como verdaderos gángsters en defensa de sus territorios.

Alternativas como municipalizar el transporte, crear consejos con la participación de usuarios y con capacidad de decisión, o la apertura a las aplicaciones que se han venido introduciendo al mercado del transporte, no encuentran las mejores condiciones para desarrollarse.

Pareciera ser que la única política del gobierno es contemporizar con los líderes sindicales para que todo continúe en una paz en la que siempre salen perdiendo los usuarios, sean obreros, estudiantes, amas de casa, en fin, los que no cuentan con un recurso privado para autogestionar sus desplazamientos.

El caso de la ciudad de Chihuahua es prototípico. Aquí el gobierno del estado ha estado a merced de la voluntad de liderazgos sindicales corrompidos que han hecho de sus intereses particulares la única divisa en materia de transporte, despreocupados en términos absolutos de las ideas de servicio público que debieran reinar.

Actualmente, por ejemplo, el alcalde Marco Bonilla dice que Chihuahua es la ciudad más competitiva del país, pero no invierte ni un peso en transporte público ni influye en las decisiones que tienen que ver con el mismo; la única conexión serían las calles plagadas de baches y reparaciones efímeras por su mala calidad, lo que habla de un negocio constante y una fuga de recursos públicos.

Por otro lado, el gobierno del estado, en su afán de evitar un conflicto con los líderes de las centrales obreras gangsteriles, prefiere mantener las cosas como están. Así ha sucedido, de manera inveterada, sea con gobiernos del PRI o del PAN, como el actual.

En ese contexto se dan las declaraciones de que no se permitirá a las plataformas que pretenden prestar el servicio público para recorrer las calles, negándoles la libertad económica que la Constitución les concede. Todo sea por mantener a los “charros” sindicales contentos, aunque quien pague los platos rotos sean los que quedan a merced hasta de los choferes mismos del transporte, que como dicen ellos, se “cortan” cuando quieren.

A resumidas cuentas, no es que no quieran a Uber o a Didi, o cualquier particular. Lo que sucede es que no quieren a nadie más, sino el privilegio de mantener el monopolio. Y permitir que eso siga sucediendo, vulnera los derechos a la movilidad sociales a las urbes.