Las campañas de los candidatos priístas podrán tener sudor y lágrimas, pero carecen del pudor necesario para hacerles menos pesada la carga de la futura derrota de dimensiones históricas. Porfirio Muñoz Ledo dice que ese partido ya pronto irá al museo.

Las he seguido todas de manera exhaustiva, pudiendo dedicarme a cosas de mayor provecho. Me encontré, en la campaña de Mónica Meléndez (verlo en su cuenta de Facebook), a la aspirante a diputada federal por el sexto distrito, con sede en la ciudad de Chihuahua, en un video donde feliz y contenta se abraza con la delincuente Reyna Arellano, aquella ejecutora del vergonzoso acto ordenado por César Duarte y Jaime Herrera Corral, mediante el cual se agredió a Unión Ciudadana en el interior del edificio Héroes de la Revolución, donde tiene su sede la Secretaría de Hacienda.

Es el suceso (mayo de 2015) de respuesta a un acto de resistencia civil consistente en “barrer la corrupción”, y mediante el cual, de manera pacífica, se quería simbolizar la limpieza y la honradez en el manejo de la cosa pública. La compinche de la candidata Meléndez acometió diligente a fusilarrnos a huevazos, insultarnos, golpearnos, bañarnos en salsa Valentina, con la intención de dañar nuestros sentidos de la vista. Humillarnos.

Fue un hecho contra la dignidad humana, vergonzoso, sin precedentes en Chihuahua, en el que perdió el PRI más que nadie. En especial, los que más agresiones sufrieron fueron Amalia Ferman y Óscar Hernández. La mugre nos la quitamos de encima con un simple baño y lavado de ropa, las lesiones sanaron luego. Quien no se recuperó fue Duarte, que meses después perdió rotunda la elección.

No se presentó ninguna denuncia penal, porque se estimaron un par de cosas: era tanto como poner la iglesia en manos de Lutero (González Nicolás era el fiscal general), y evitar las represalias de la amiga de Meléndez, Reyna Arellano, pues tiene fama pública de dedicarse a tareas delictivas.

Pero en el PRI de ahora hay sangre, lágrimas, y ausencia de pudor.