Los gobiernos de los Estados Unidos y de Cuba anunciaron, en indiscutible acontecimiento histórico, la reanudación de relaciones, tras 53 años de ruptura, y no se diga de conflictos significativos para la región, algunos de estos de magnitud mundial, como la famosa crisis de los misiles, que en un mundo bipolar, caracterizado por la Guerra Fría, evidenció la factibilidad del desastre nuclear. La historia del suceso está en proceso de conocerse en algunos detalles que contribuirán a su interpretación, particularmente porque la negociación se llevó en secreto, como suele ser en estos casos, pero a su tiempo, cuando se abra todo este momento de diplomacia, conoceremos las razones de una y otra parte.

Es obvio que la apertura de las relaciones diplomáticas marcará el inicio de una compleja negociación de consecuencias geopolíticas muy importantes para esta zona del planeta y, diferendos de volumen pesado, ocuparán las relaciones bilaterales ahora que deja atrás un largo periodo de enconos y sinrazones. El suceso, desde luego, se va a presentar como el producto final en el que no hay vencidos ni vencedores, porque bajo esa lógica no se puede iniciar una plausible reanudación en los términos convencionales, y de acuerdo a los protocolos que rigen mundialmente en la materia. No está de más decir que la noticia no es como un rayo que cae en cielo sereno. Es de esos hechos que diferidos largamente tenían que llegar, tenían que suceder. Los cubanos tienen lo suyo en el oficio diplomático, de sobra es sabido, pero ahora estarán iniciando una etapa en la que los norteamericanos le llevan la ventaja de la fuerza y la experiencia adquirida a lo largo y ancho del planeta, experiencia en la que diplomacia y fuerza corren en paralelo, no nada más esta última como suele exaltarse.

Para mí el hecho se presentó en medio de una coincidencia personalísima que no quiero dejar de comentar, así sea sólo en importancia estrictamente individual. El día previo al anuncio de Barak Obama y Raúl Castro, concluí con enorme regusto estético y político, la lectura del libro Réquiem habanero por Fidel, del escritor nacido en Las Palmas de Gran Canaria, J. J. Armas Marcelo, que nos llegó bajo el sello editorial de Alfaguara en la primera edición de mayo de 2014. Sin duda es una novela llamada a trascender, quizá en una nueva línea de los grandes textos sobre dictadores latinoamericanos, por su nivel crítico, el manejo magistral de la ironía y la inteligencia que muestra su autor para reconocer a un país como Cuba, sin desbarrancarse por la denostación de Fidel Castro, sino tomándolo como un referente aún después de que este muera. Precisamente es un réquiem muy particular porque narra las muchas veces que se “mató” a Fidel, la pericia con que éste evitó el “deceso” y, sin duda, la convicción que se fue extendiendo en todo el archipiélago con capital en la legendaria Habana, de que Fidel es inmortal.

Magnífico que Armas Marcelo haya escrito su obra antes del suceso que hoy ocupa la atención diplomática internacional, porque sin querer, o a lo mejor queriendo, nos lega un hecho reconocible de manera indubitable: que Fidel, ya vestido sin los atuendos del guerrillero, con su mono encima, enfermo, sin duda en sus últimos días, vivió para encabezar una revolución, sostenerla, navegar en un complejo mundo que le permitió a Cuba una existencia inexplicable, si no fuera por el equilibrio que obligaba sendos poderíos nucleares, para ir sobrellevando una realidad difícil en la que todos los días esperaba una invasión norteamericana que no llegó, ni aún en los tiempos en los que las tropas cubanas se empeñaron en una presencia armada anticolonialista en Etiopía, Angola, Mozambique, para amanecer un día –sí, aún con vida– al reinicio de las relaciones con el imperio, con el monstruo al que alguna vez se refirió para llamar a su destrucción, ya que no había que esperar a ver pasar su cadáver como una especie de regalo del destino. A Fidel se le pueden recriminar muchas cosas, y confieso que no es santo de mi devoción, menos que no luchara con tesón por lo que quería. Y todo parece apuntar que al final, entre libertad y necesidad, apostó por abrirse a los Estados Unidos.

Pues bien, cuando recorrí las más de trescientas páginas de la novela del canario, sentí el palpitar de la vida cotidiana de Cuba, su música, sus tragos, sus giros lingüísticos, su brisa, su calor, todo, pero como el relato lo realiza Walter (gualtiel, en el acento de la isla), un agente de la seguridad del estado, dependiente de Raúl Castro, leal a toda prueba al régimen, testigo de sus desvíos y desvaríos, dolido por las incongruencias pero a pesar de todo fiel, se llega a vivir por el lector algo que parece ser un común denominador de las sociedades con modelo soviético: la depresión personal en que vive la gente –el yuyu del descreimiento– que transita hacia los trastornos de bipolaridad y esquizofrenia, porque no se puede vivir un día con el discurso como credo profundo y a la vez en la incongruencia que el autor reconoce, por ejemplo, en la vida de los hijos de la revolución, es decir, los hijos de la cerrada élite del poder, con los suicidios, con eso que el autor llama “usted está lleno de nada”.

Para Walter el drama de la cotidiana crisis familiar con su esposa, crítica natural del sistema; la decisión de la hija de emigrar a Barcelona para convertirse en una gran bailarina, con todo lo que eso significa; la treta de Fidel de regalar de vez en cuando un Rolex; la conciencia de que aquel, en un país hecho para la música, no sabía ni tocar un güiro; la denostación del poeta Padilla; “el sexo como el opio del pueblo”; los fusilamientos del héroe nacional Ochoa, que afectó a la familia Laguardia; todo eso deriva en una jubilación personal para operar un taxi habanero en los postreros días de la vida de él, pero sobre todo de un Fidel que empezó a convertirse en eterno de tanto que lo habían matado, lo que agranda su desesperación, paranoia, vivir un frustrado enamoramiento con su bella psiquiatra (potencial delatora). Transpiraba tal celo por la revolución, que le parecía despreciable que al lado de los grandes comandantes pulularan los hombres de negocios, los que se enriquecían de la manera habitual en un país capitalista, despreciado como modelo para la isla.

Imagine vivir en una sociedad como la cubana en la que las relaciones políticas se tasaban de la siguiente manera: “el que se pasa es peor que el que se queda corto”; “el que se aflige se afloja”; o la más dramática: “cómo se agarra uno a la última guagua en la vida”. Pero lo que más pesaba, permanentemente, era que en estos años corría por radio bemba la versión de que Fidel se acababa, moría, pero de que tal hecho no iba a deparar para mal el futuro de Cuba. El autor, contra lo que sucede en otras novelas, no extermina a Fidel, no nos narra su hipotético sepelio, porque probablemente lo que estaba por suceder en el futuro no desamparado por el fidelismo, se iniciaría con la reapertura de las relaciones de uno de los últimos bastiones del “socialismo” con su enemigo mortal: los Estados Unidos. Y es que no está de más recordar lo que nos dice el autor, a la hora en la que el discurso La historia me absolverá o la Segunda Declaración de La Habana, se convierten en arqueología: Fidel es un huevos de oro, en los términos en los que el guerrillero del Moncada y Sierra Maestra fue interrogado por un periodista sobre su supuesta circunstancia de castrado, a lo que contestó, histriónico, de la siguiente manera: se bajó los pantalones militares y les enseñó los cojones, hechos y derechos, en su lugar y en orden, pidiendo que no le sacaran fotos para que no se asusten los enemigos, pero eso sí, periodista, “vete y diles que aquí tengo mis huevos, que son de oro…”.

En fin, estas líneas son producto de una casualidad: la lectura de un libro, como pudo haber sido cualquier otro, y el anuncio de los oficiantes Barak Obama y Raúl Castro cantando el responso de toda una época. Nuevas relaciones, acontecimiento histórico sin duda. Viraje de la historia.

¡Ah, el oro!