Después de 1987-88 me he formulado muchas veces esta pregunta: ¿dónde se hace el corte cronológico e histórico para valorar como significativa y trascendente una ruptura de los priístas con el PRI, vale decir, su propio partido? Los primeros rupturistas empezaron como disidentes y terminaron escindidos, abriendo –no me cabe duda– la puerta al lento derrumbe del partido hegemónico y de Estado. 

En esa escena encontramos a Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez y a un distante AMLO. Abrieron el ciclo del PRD que conjuntó dos culturas autoritarias: la nacionalista revolucionaria y la comunista, encaminadas ahora en un proyecto democrático. No fue fácil, la tarea costó muchas batallas y una cuota de sangre impresionante, sangre hoy olvidada. Esta distante ruptura encontró a Chihuahua en el monolitismo, con tres gobiernos mediocres y corruptos: Martínez García, Baeza Terrazas y el tirano Duarte Jáquez.

Después, lo que fue un deslinde se tornó proyecto de poder y plataforma de lanzamiento hacia gubernaturas, jefaturas de gobierno, senadurías, diputaciones y un enjambre municipalista de todos los tamaños. Inició así la migración dictada por la divisa “no me quieren en el PRI, me voy al PRD”. Dos historias personales, entre muchas, lo demuestran: Ricardo Monreal y Leonel Cota. En ocasiones operaba también el chantaje y el control de daños con premios al interior del PRI. 

Fue tan lejos ese proceso que el PRD, con todo y el registro que le donó el PCM y sus expresiones posteriores, terminó sepultado en junio de 2018. Antes, la fundación de MORENA abrió espacios tan grandes y laxos que terminaron por liquidar toda identidad. El almacén o la bodega recibió de todo y se benefició de una crisis profunda cuyo desenlace aún no lo sabemos. Fue el derrumbe de las credenciales.

Cambiar de partido resultó tan fácil como mutar de marca de cerveza: adiós Carta Blanca, ya llegó la Heineken. Hoy podemos trazar una clara línea fronteriza: los priístas que se fueron antes de 2018 y los que sabían que venía el sacudimiento telúrico, esperaron –con el vértigo más agudo– y se salieron después. 

En este caso encontramos, en el plano local, la reciente renuncia de Marco Adán Quezada al PRI. Sé de cierto que atalayó personalmente al derrumbe y aún así se mantuvo en la organización, quizá no en la primera línea, en el aparato que le dio todo: oportunidad de crecer y construir en el municipio en cargos de bajo perfil, ser diputado local, secretario en el gobierno de su promotor principal, dirigente partidario estatal y alcalde de Chihuahua, donde una desgracia, imprevisión reprochable e impericia, lo descarriló de una carrera para la que se había preparado largamente: gobernar su estado. 

Concitó el odio de César Duarte, un rencor con historia; basten tres hechos para demostrarlo: jugar un papel mayor en la legislatura local en la que compartieron bancada, obtener más votos que el tirano en 2010 en la comuna y su cercanía con el defenestrado Reyes Baeza. Marco Adán Quezada quiso hacer de la disciplina la virtud garante de su ascenso y carrera. Eso ya no existía. Aún así, no sin errores evidentes, pospuso su salida y, ahora, el modesto ajuste de cuentas con tres décadas de militancia. Es un modelo que empezará a fluir; quizá se trate de la última migración, o simplemente la dispersión de una tropa derrotada.

Quezada es para mí un buen adversario que me ha dicho, y le he dicho, lo que cada circunstancia dictó. Lo comprendo a través de la ingeniosa lente de don Daniel Cosío Villegas: Quezada es un animal puramente político. Por tanto, es razonable que no será la casa, ni la vida exclusivamente privada, su refugio; continuará en sus empeños como hombre de vocación, y por si fuera poco ahí estará Lucía Chavira, que no lo dejará en momentos de desaliento. 

En Chihuahua, esta renuncia llamará a muchos a la reflexión. Cuando así no sea, tomaremos nota de una crisis que llega hasta los intersticios de la sociedad, y para asumir esto, digámoslo con toda franqueza, hay que entender que la política no se hace –nunca se ha hecho– en un círculo de amigos. 

El 2021 será nodal en este proceso. Habrá elecciones concurrentes, sin AMLO en la boleta. Elegiremos un nuevo gobierno y la corriente electoral, representada por el priísta de a pie, no Patricio Martínez o Eloy Vallina, ocupará un espacio: algunos tomarán el camino de MORENA, otros estarán desalentados en un PAN que no estuvo a la altura de su segunda edición y probablemente el espíritu cívico despunte y se construya una novedosa alternativa largamente anhelada. En esta me apunto. 

En ese escenario se enmarcarán hombres como Marco Adán Quezada, los que contra la más mínima disidencia se sostuvieron para sucumbir sin mayores títulos como los que ahora se regalan por doquier. El metro que encontrarán será otro, sin duda. 

Siempre he estado en las antípodas con Marco Adán: él joven y yo envejecido en años. Aclaro que no es mi candidato por si alguien lo piensa; por encima de todo cavilo que, a la voz de ya, es el momento regional para empezar la recuperación de Chihuahua de una voracidad de la oligarquía que precisamente se alimenta en la alcaldía que en cercano día ocupó Quezada. 

Bienvenido a la realidad. Ojalá, como se dijo del comunismo, que lo peor no venga después del PRI. 

“Al comenzar –lo dijo Gorbachov, el reformista que fracasó– no comprendimos la magnitud de los problemas a los que teníamos que enfrentarnos”. Nadie tiene un proyecto completo, nunca; todos carecemos del perfecto mapa de navegación. Ahora nos encontraremos frente a un hecho: los priístas que llegaron a la política después de la tragedia.