En todo el mundo, y no se diga en México, las instituciones políticas son perfectibles. Es una verdad de perogrullo. Hoy los organismos constitucionales autónomos pasan por un momento aciago: el lopezobradorismo los tiene en la mira y es un punto de agenda que no se puede perder de vista.

En especial cuando se trata del Instituto Nacional Electoral y en general todos los órganos jurisdiccionales en esta materia que tienen sus homólogos en todas las entidades federativas. 

Es evidente que hay desviaciones. Apunto de inicio su alta burocratización y el dispendio presupuestal en sueldos, pero no es ni con mucho lo más importante. Lo verdaderamente significativo es preservar esa autonomía que da neutralidad arbitral en las disputas electorales y a las consultas ciudadanas en un tiempo de nueva hegemonía que obliga a evitar la reproducción de viejos y reprobables esquemas. 

El INE, y en su momento el IFE, ha garantizado elecciones con gran relevancia en la historia del país, que se han significado por la derrota del partido de Estado, el PRI, que de haber preservado el control del órgano electoral, asegúrelo que aún estaría en el poder. Los años 2000 y 2018, con diverso significado, abonan estas afirmaciones. 

Hoy, como ya hace un buen manojo de años, el problema electoral no se desprende del control del órgano encargado de realizar los comicios. Por archisabido ni debiera mencionarse. El problema nodal es ganar las elecciones y que haya un par de órganos, administrativo uno y jurisdiccional el otro, que lo garantice en abono de los derechos de la ciudadanía. Me parece que esto es el abecé de todo proyecto democrático progresivo para México.

Si a la pretensión de restar autonomía o desaparecer la institución que tanto trabajo costó construir le agregamos el actual centralismo rampante, ya podemos decir que el cielo del país se satura de negros nubarrones.

En principio, y desde el balcón de una entidad pionera en los procesos de democratización, ha llegado la hora de defender con todo que el principio de que las entidades federativas son autónomas en cuanto a su régimen interior. Eso es  absolutamente irrenunciable, y por ese principio hay que dar batallas con hondura que marque límites al despotismo.