Al inicio de su fracasado gobierno, Javier Corral ofreció una ópera magna en materia de combate a la corrupción. Antes, en una cadena ininterrumpida de traiciones, había acaparado parte de la atención en ese rubro; pero inexperto en la materia, llegado el momento de las decisiones, le temblaron las corvas, se puso en manos del financiero Gustavo Madero y de una burocracia partidocrática de lambiscones, y entre que asistía a las vendimias de Eloy Vallina, aprendía a jugar golf y a cascarear en las canchas de tenis, sus empeños anticorrupción fracasaron. De modo que la ópera que nos ofreció al nivel de Verdi o cualquier otro de los grandes, se fue decantando hacia un género bufo, chico, zarzuelesco de la peor factura, o simple vodevil. Una farsa.

En el trayecto claudicó de regenerar el Poder Judicial para convertirlo en garante del Estado de derecho; en cambio, intervino violando la división de poderes, impuso un Consejo de la Judicatura a modo bajo el nefasto cacicazgo de Lucha Castro y el diseño institucional para el combate a la corrupción también naufragó. No supo qué hacer y la ignorancia lo hundió. 

En el asunto de corrupción de María Eugenia Campos Galván, teniéndolo todo a la mano, también fracasó y de paso banalizó la justicia, hecho por el que se le recodará por el resto de sus días. Y no soy malvado, le deseo una longevidad proverbial. 

Y ahora, ¿qué tenemos? La disputa que no va más allá del ruido entre dos covachuelistas del PAN, afiliados a diversas tendencias. Escenifican grotescamente una especie de teatro de lo absurdo de la Nueva Vizcaya; pero eso sí, presumen conocimiento, aunque exhiben eso que se llama “sabiduría” y que tan fácilmente confunden. 

Como dijo Ariosto: “Así suele errar el juicio de los hombres