Por años, el discurso de AMLO ha sido prácticamente el mismo: tiene localizado a un demonio a combatir (Carlos Salinas de Gortari) en particular y menciona a una “mafia en el poder” de cien políticos corruptos. En su reciente visita a Ciudad Juárez (30.V.2016) llegó a sentenciar, a emitir su juicio inapelable: “MORENA es la única izquierda que hay en este país, y ya vamos a desenmascarar a todos esos que se dicen de izquierda, pero no lo son”. Finalmente, pues, el hombre que lo mismo dispensa calificativos o anuncia purificaciones de expriístas, o simplemente descalifica a sus hermanos por participar en partidos distintos al suyo, ha llegado al punto más alto (por ahora) de su patología mesiánica. De ahora en adelante se asume como único de izquierda; los demás son falsos, corruptos.

La declaración monopolizadora del atributo de izquierda es reveladora. En muchos casos –y al parecer estamos ante uno de esos– el poder engendra una enfermedad profesional que provoca una ebriedad y eso desliga a sus detentadores de la realidad. Esa ebriedad los atrapa y les inyecta el delirio de encarnar la verdad absoluta; luego imponen servidumbres y lealtades personales más allá de límites razonables. Invadidos por esa ebriedad, no toleran opiniones diferentes y acusan de traidores a quienes cuestionan sus designios. Presenciamos ya en este personaje el tránsito hacia la fundación de una especie de religión política autóctonamente centrada en su persona. Con el juicio sobre la izquierda, AMLO se ha adjudicado el derecho exclusivo de dictaminar qué es y qué no es la izquierda, se arroga el “derecho de atar y desatar”, dogma que la Iglesia Católica ha reclamado por siglos como un patrimonio divino.

No obstante tener en su trayectoria posturas contradictorias, AMLO se presenta como la pureza andante: todos los demás son corruptos, sólo él garantiza la honestidad y reclama reconocimiento exclusivo; exige desplazar a sus competidores y ser el centro único y valedero. Es, sin más, la intransigencia hacia lo diverso, la intolerancia hacia la pluralidad, y todo ello encierra el verdadero riesgo de que una personalidad de estas características se posicione en las contiendas electorales. En eso radica una de las debilidades de la democracia al abrir las puertas a los autoritarismos edificados en las virtudes de la competencia política. Por eso, vivimos en México una paradoja al observar que el movimiento social y de fastidio existente puede encumbrar a su mayor depredador de energía política: tal es la alarma simbolizada por MORENA-AMLO en el ahora y el porvenir.

Para abundar, recordemos la recurrente logorrea en las arengas políticas –verbales y escritas– de López Obrador y veremos que expresa un fenómeno que de cuando en cuando se actualiza, se torna muy viviente: esos líderes que arropan sus visiones (y aspiraciones) personales de poder en frases asimilables por el instinto de la muchedumbre: la “mafia en el poder”, los “ricos”, tienen una conducta arrogante y autoritaria. Esos personajes mantienen un hilo conductor esencial: el líder persevera, conserva la unidad de propósito, es empecinado, obcecado, obsesivo en sus fines y objetivos; necio dirían algunos, firme en sus convicciones. Y a esto se agrega luego el apostolado a cumplir, la misión de encabezar una regeneración o transformación suprema de la sociedad, del país, porque se obedece a mandatos generales, y, como decía un estudioso, “¡nada da más fuerza, resolución y dinamismo a los hombres que la creencia de ser mero barro en las manos de su Creador!” (RHS Crossman). Sustitúyase al Creador por el pueblo, o la voluntad general y se subyuga al sentir popular, se infunde seguridad y satisfacción al disfrutar esa embriaguez que mantiene viva la chispa de la acción. Y así como la capsaicina del chile en las frituras genera mayor apetencia, así la terquedad ayuda a formar el círculo de dependencia entre el líder y esas multitudes que también se tornan inconstantes. La espina dorsal del discurso político de AMLO tiene vértebras religiosas, y la religiosidad en el pueblo mexicano facilita su asimilación y su simplismo. Sin mucha dificultad, los dichos y hechos de AMLO podrían ajustarse a un rezo: “Creo en Andrés todopoderoso, purificador del cielo y la tierra….”. Es un discurso apocalíptico con pronósticos reservados, emanado del púlpito inmaculado de la Iglesia de Macuspana.

AMLO es un hombre de ideas fijas y lo inamovible siempre produce estragos en la sociedad. Está anclado en un “nacionalismo revolucionario” de la época de Luis Echeverría (1970-1976); inclinado al control de clientelas políticas al estilo patrimonial del PRI; es alérgico a temas actuales como la tolerancia a la sexualidad diferente (uniones del mismo sexo, por ejemplo), o al derecho al aborto; no admite diferencias de opinión política y carece de escrúpulos para apoyar causas que favorezcan su presencia pública (como pasa con la CNTE). Con hechos y palabras reclama sumisión a su persona. Incluso fustiga a sus hermanos cuando éstos expresan sentires políticos diferentes, su apetencia de sometimientos no tiene límites. Obsérvese la manera de manejar su partido y tendrá en pequeña escala un panorama de lo que sería su manejo del poder en el Estado mexicano. ¿Y los escrúpulos, los necesarios escrúpulos en la función pública?

Cuando atraer clientelas es la meta, el pudor se escurre al censor público. Hay desmesura: ha prometido AMLO que allí donde gane gubernaturas se abolirá la reforma educativa y se regresará el control de la educación a la CNTE. Hasta ahora lo que se sabe es que grupúsculos simpatizantes de los manifestantes de la CNTE contra la reforma educativa están cometiendo graves excesos y en Chiapas agredieron a maestros que sí aceptan esa reforma: los raparon, los humillaron y vejaron. Una muestra inaceptable de intolerancia y brutalidad. Cada maestro tiene el derecho inviolable a aceptar o rechazar la reforma, pero nunca a ser agredido por sus iguales al pensar distinto. ¿Ha dicho algo el mesías al respecto? Simplemente acoge la versión de los infiltrados y respalda agresiones. ¿Ha censurado esos actos la Comisión Nacional de Derechos Humanos? Nada esencial hasta el momento. Hay –esto es lo más grave– notorios vacíos de autoridad en el gobierno del país (se quieren llenar con la presencia masiva de militares y policías) que las actitudes realmente vandálicas y astutos oportunistas aprovechan para promover sus posiciones y sus aspiraciones. Con estos antecedentes, ¿imagina usted los alcances de AMLO en el poder, una vez elevado a la categoría “divina” que día con día se apodera más fuertemente de su persona? Desde hace mucho tiempo este hombre apoya las expresiones del tumulto y favorece la presión de la oclocracia como método favorito de legitimación de sus acciones: “es decisión de la gente”, reza el estribillo.

Se requiere entonces renovar, o instalar una nueva retórica de las acciones colectivas para construir un ambiente atractivo a los diversos sectores de la sociedad, escenario difícil de elaborar si nos limitamos a las categorías simples y rudimentarias del movimiento “amloísta” y que, por su éxito temporal, ha cautivado también a algunos intelectuales estimulados por las manifestaciones masivas en las calles. Se trata, pues, de superar ese maniqueo nivel de ideología binaria (derecha-izquierda; ricos malos-pobres buenos; mafia-contramafia) que el simplismo demagógico ha colocado en el escenario. De aquí entonces que, del desastre ideológico del derrumbe de la izquierda, debemos rescatar lo útil y desechar abiertamente las desviaciones y raíces de los excesos, si queremos en verdad algo más que arribar a puestos públicos para roer jugosos huesos.

Simplemente, para empezar, redefinir qué responsabilidades públicas (seguridad, educación, salud) reservamos al Estado, y cómo las compaginamos con un Estado de derecho; qué se reconoce como valedero y necesario del Estado liberal. Esto aportaría muchas luces ahí donde hoy se enseñorean las tinieblas. Tenemos que superar, por igual, las persistentes recurrencias al síndrome de los fanatismos políticos arropados en la máscara del combate a la “derecha” y a las “mafias”. El historiador Tony Judt dice que la socialdemocracia es la mejor opción hoy en día. Y nosotros, los mexicanos, ¿cuál opción acariciaríamos? ¿O seguiremos bajo los ensueños de nuestro singular opio mexicano: el nacionalismo revolucionario? ¿Dejaremos vía libre a caudillos, a voceros mesiánicos que por obra y gracia de la fortuna vayan apareciendo?

Todas estas cosas se han estado deslizando en el universo de la política nacional, y la razón y la cordura demandan atención especial a los probables desenlaces en el futuro. Aquí que sí: ¡Es por el bien de todos! ¡Es por el bien de México! Porque, después de todo, como decía un hombre del siglo XVII, “el deseo de mando es un demonio que no se ahuyenta con agua bendita”. Y en México tenemos ya al repartidor de ese líquido mediante bendiciones y purificaciones políticas, al iluminado que por todos lados inunda el ambiente con la nueva secta religiosa del “amloísmo”. Las consecuencias hablarán por sí mismas.