Tan instalado está en nuestros días el concepto de corrupción, su repudio generalizado, su falta de investigación y castigo, su manejo noticioso, su alcance en la vida cotidiana de los ciudadanos o su pesada carga de repercusiones directas y colaterales, que a veces los significados de esa palabra –por ende de su interacción con la realidad– nos obligan a obviar, casi casi por inercia, su origen y su germen. A veces da la impresión de que los mexicanos estamos tan inmersos en ella que la cultura dominante de los que abrevan en la corrupción hasta nos pretenden hacer creer que se trata de un producto de factura nacional y que así nos empeñamos en reflejarlo ante el mundo. O como una especie de “estado mental” al que la corrupción se ha asociado al poder en México (La corrupción somos todos fue el irónico grito de respuesta del pueblo al lema La solución somos todos del corrupto presidente José López Portillo); y hasta se le ha endilgado la categoría de “necesario aceite” para lubricar la compleja maquinaria de la política en el país. Así las cosas, cualquiera podría creer que hasta se trata ya de una condición sine qua non del funcionamiento del mexicano.

Pero no. Es una condición que una buena parte de la clase política y no menos nutridos grupos de empresarios han cultivado en el ámbito de los recursos públicos con asombrosa dedicación y muchos de ellos quisieran que se tratara de un comportamiento ordinario y que nos inscribiéramos en “los usos y costumbres” de la corrupción, o en alguna de las categorías a las que hace unas décadas atrás se refirió el politólogo norteamericano Stephen D. Morris, el que, por cierto, en su libro Corrupción y política en el México contemporáneo (Siglo XXI Editores, 1992) parte precisamente de la pregunta que con frecuencia ya no nos hacemos debido a esa “habitualidad” al concepto: “Qué es la corrupción?”.

Ante esta apariencia de simple interrogante, el mismo académico traza en su obra algunas de las más sencillas y a la vez perturbadoras respuestas: “Se la ha definido –dice, asistiéndose de otros autores– como ‘el uso ilegítimo del poder público para el beneficio privado’ (Nice, Price et al); ‘todo uso ilegal o no ético de la actividad gubernamental como consecuencia de consideraciones de beneficio personal o político (Beuson); o simplemente como ‘el uso arbitrario del poder’ (Brasz)”.

Digo perturbadoras porque los mecanismos de defensa del poder corrupto tratan de hacer creer, tal y como lo hacen aquí en Chihuahua personajes como el secretario de Hacienda, Jaime Herrera Corral, de que lo normal es, por ejemplo, endeudarse estratosféricamente, comparándose con otros países del orbe; o simplemente negarlo mientras se solicitan nuevos empréstitos a los que no se les quiere llamar por su nombre, sino a través de denominaciones laberínticas y tramposas que se diluyen con el tiempo en tanto que hay obras públicas que permanecen inconclusas por falta de liquidez. A final de cuentas, qué podíamos esperar de un funcionario público inobjetablemente inmerso en los conflictos de interés que trastornan el orden jurídico, no se diga la ética y a la responsable autocontención a la que no es, por cierto, proclive.

Y esas comparaciones de las que tanto gustan los gobernantes del gabinete duartista se derrumban como naipes cada vez que algún organismo, nacional o internacional, les calla la boca con las estadísticas en la mano. Esta semana, Transparencia Internacional, a través de su capítulo mexicano, dio a conocer precisamente los resultados de su informe denominado Exportar Corrupción en el que evalúa el cumplimiento de la Convención Antisobornos de la OCDE, y ubicó a uno de sus miembros, México, como uno de los países que “hacen poco o nada por perseguir delitos de corrupción corporativa”. De acuerdo al periódico Reforma, con información de Associated Press, “México reprueba en combate a la corrupción” y señala que en la peor categoría en que se instala nuestro país, se ubican otros como Argentina, Japón, Rusia, Brasil y Turquía.

Según Transparencia Internacional, “sólo 4 de los 41 países que firmaron la convención antisobornos hace 16 años investigan y persiguen de forma activa a las empresas que sobornan a autoridades extranjeras para conseguir contratos o evitar impuestos y leyes locales” y que México, a pesar del hecho de que la Convención de la OCDE entró en vigor el 26 de julio de 1999, el país “aún no ha iniciado ningún proceso de enjuiciamiento por soborno transnacional”, no obstante que se reportó en 2010 la apertura de dos investigaciones sobre soborno trasnacional que dieron lugar a sendas acusaciones a nivel nacional.

No sólo eso. El año pasado, el mismo organismo divulgó su Índice de Percepción de Corrupción 2014, donde México puntea el ranking de los países “altamente corruptos” del mundo, ubicándose en el lugar 103 de 175 países analizados. México logró en 2014 apenas 35 puntos (contra 92 que obtuvo Dinamarca, el país menos corrupto del orbe) y 34 puntos en 2012 y 2013, respectivamente.

Con todo y eso, con todo y la lustrada Ley Anticorrupción aprobada hace unos meses, con todo y los falsos foros anticorrupción que los caciques como Duarte organizan en sus respectivos cortijos, el país que gobierna Peña Nieto no ha logrado detener los señalamientos de corrupción que le lanzan organismos cuyas opiniones tanto le importan para inscribirse en el concierto de la política internacional.

Habituarse a la corrupción es aceptar la corrupción. En Chihuahua tenemos el privilegio, la oportunidad y el reto de sacar adelante el primer movimiento anticorrupción que sale a la calle a decir sus verdades, padecer las represiones y, contra todo, mantener un vigor a partir de la construcción de ciudadanía. Obvio que esto le duele, y mucho, al cacicazgo duartista, pero los análisis internacionales no le conceden ni razón ni derecho a su estrecha e interesada visión de las cosas, precisamente porque su uso del poder público es ilegítimo y para su beneficio privado. Así se precisó todo esto durante el Primer Informe y Balance que Unión Ciudadana realizó en esta ciudad a fines de la semana que concluye.