Según el presidente López Obrador, vivimos en el mejor mundo posible. Esta semana su optimismo infundado, que ha dado materia para novelas memorables, lo llevó a declarar en una de sus mañaneras que “la gente se siente tranquila, muy segura y feliz”.

Por ejemplo, en Ciudad Juárez, donde se publica este artículo, razonablemente hay elementos que desmienten la visión presidencial, al igual en Tamaulipas, Zacatecas, Sinaloa, Michoacán, Guerrero, Guanajuato y hasta Chiapas.

El discurso presidencial está empeñado, a la hora del cierre sexenal, en imponer una narrativa que genere una percepción de que sí hubo una transformación de fondo en el país, especialmente en el tema de la seguridad pública, que es el Talón de Aquiles de la actual administración. Tanto así que su retórica contra el Poder Judicial de la Federación la dicta la búsqueda de un culpable visible y notorio. Quizás esto requiera una precisión mayor.

Se quiere dejar la versión de que el gobierno, con su estrategia de abrazos y no balazos, de creación de la Guardia Nacional en su afán de militarizar al país y las instituciones, y los programas sociales clientelares, jugaron un papel esencial y eficiente y que lo que falló fue el sistema judicial, en particular el aparato que depende del Poder Judicial de la Federación.

Han tratado de generar una ecuación en la que el crecimiento de la inseguridad se equipara con un rol negativo de este Poder Judicial, más allá de que la justicia en México reporte indicadores de impunidad altos, de los que son corresponsables los del aparato Ejecutivo, en especial sus fiscalías.

En todo esto ha jugado un papel deprimente el exministro Arturo Zaldívar, que ve a una mafia instalada en la Suprema Corte, a la que él llegó como ministro por el apoyo de Felipe Calderón, y de ahí, con el favor de López Obrador, a la presidencia de esa alto tribunal.

Pero volvamos al tema. No puede haber tranquilidad, seguridad, ni mucho menos felicidad si nos atenemos a la propia información oficial en estadísticas alarmantes de homicidios dolosos, de crecimiento exponencial de delitos contra el patrimonio, la zozobra que se vive en las áreas rurales e industriales de las ciudades, el feminicidio, y la desatención de asuntos de gravedad, como el crimen de los 43 de Ayotzinapa.

Este caso ni se ha resuelto y además se ha despreciado desde el púlpito presidencial, sin que esto justifique el ejercicio de la violencia que hemos presenciado a las afueras del Palacio Nacional, con el derribo de una de las puertas de acceso principales, justo en los momentos en que el presidente pontificaba.

A esto hay que agregar que el sistema de salud está precarizado, que los migrantes están en el abandono, que son carne de cañón y están a merced del crimen organizado; que la matrícula escolar no respalda este discurso, y el ingreso de las familias, si bien ha mejorado, no está a la altura del rezago histórico; que muchos paisanos se ganan la vida en Estados Unidos para que aquí el gobierno presuma las remesas como un logro; que la circulación de mercancías, por otra parte, sufre mermas en las carreteras de muchos puntos en el país, y que en esta apresurada lista la inseguridad de los candidatos en contienda es muy endeble, lo que puede aprovechar la delincuencia para enrarecer de manera grave el proceso electoral.

Este optimismo infundado del presidente ha ido acompañado en este momento de un discurso falaz que responsabiliza de toda crítica a la derecha, o a gentes sin rostro, ubicable y demostrable.

Aquí hay una excepción que preocupa. Hace unos días el presidente cuestionó al Alto Comisionado de Naciones Unidas, Volker Türk, de ser “tendencioso” de ser un “contrario y comparsa” de quienes quieren demostrar que México es un país violento, por el único señalamiento del alto funcionario de ese organismo internacional de que las futuras elecciones deben ser resguardadas de la violencia, para que la decisión que arrojen se pongan a distancia de los intereses deleznables del crimen organizado.

Es un hecho que López Obrador ha tenido desprecio por el aliento a los derechos humanos y su progresividad; y al parecer, eso no está en su diccionario.

Todos quisiéramos vivir en el mejor de los mundos posibles, pero si no nos es dable, al menos queremos tener certidumbre del país en que vivimos para proponernos su transformación, y entonces sí, estado, sociedad y gobierno, buscar que todos, o el mayor número de mexicanos, vivamos tranquilos, seguros y felices.