Aunque tenga la apariencia de rareza, una de las claves del autoritarismo mexicano reside en la aceptación popular, acrítica, emanada de una fe ciega sobre líderes carismáticos, legitimados electoralmente, pero conversos contra la Constitución que juraron –y perjuraron– respetar, en un Estado conformado básicamente por leyes, principios democráticos y absoluto respeto por los derechos humanos.

La primera vez que Andrés Manuel López Obrador mandó “al diablo a las instituciones”, allá por 2006, muchos vieron en esa expresión una metáfora sobre la corrupción que carcomía al entramado social desde los organismos del Estado, creados a ciencia y paciencia durante la septuagenaria hegemonía priísta, a la que alguna vez perteneció el actual presidente de la república, y que hoy quiere refundar a partir de un ultrapresidencialismo en el que la historia parte, mañosa y contradictoriamente, desde su llegada al poder en 2018.

Digo que contradictoriamente porque, como mal historiador que es, cuyo papel asume todas las mañanas con sus lecciones maniqueas de la realidad, etiquetó su llegada a Palacio Nacional como una “Cuarta Transformación” sin que la historia misma, a faltas de probidad en el tiempo, dé cuenta de ella aún. En su narcisismo, López Obrador quiere pasar a la historia antes de que esta ocurra.

Y digo mañosa porque a diario López Obrador acomoda la historia a su propia conveniencia y quiere hacerla ver como si fuera de todos, para que le crean, para que lo admiren, para que lo adoren: un día promete respeto a la laicidad, y al otro deposita en una estampita religiosa, de una sola religión, el bienestar de la población; un día se dice respetuoso de la libertad de prensa, y al día siguiente, en su intolerancia, censura, amenaza y presiona a los medios de comunicación que no le son favorables a su “causa”; los términos “prianismo” y “mafia del poder” fueron popularizados por él para condenar a sus “adversarios”, pero no tiene ningún empacho en purificar a los priistas y panistas que se han pasado a su bando, muchos de ellos de negro historial, como varios exduartistas en Chihuahua, que ahora ocupan, como buenos chambistas, puestos importantes en su administración. Y así puede uno seguirle en temas de inseguridad, de salud, de economía, de legado democrático.

Pero esta es una mera descripción, que para muchos no requiere mayores explicaciones, por las evidencias contundentes de su veleidosa personalidad, demostradas a lo largo de cinco años en el poder. En su afán de conquistar todo el poder –y hago énfasis en todo–, López Obrador ha intentado, y logrado en ocasiones, incrustar a personajes favorables a sus ambiciones grandilocuentes en instituciones que sólo manda al diablo si no le resultan manejables a su antojo.

Desde que era Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, dio muestras de su repelencia a los temas de transparencia gubernamental. Ahora que es presidente del país, mantiene, con la mansedumbre del Senado decisor, al Instituto de Transparencia prácticamente en la inacción. En la Suprema Corte colocó al menos a dos de sus más abyectos seguidores, entre quienes se encuentra la inefable y plagiaria ministra Yasmín Esquivel. Así ha hecho en varias instituciones y ha desaparecido otras cuántas.

Pero el caso del Instituto Nacional Electoral (INE) ha sido el que mayor le ha costado trabajo. Su guerra personal contra los consejeros Lorenzo Córdova, Ciro Murayama y otros, pero especialmente contra el primero, tenía en su cimiento la conquista del árbitro electoral ante el proceso electoral que se avecina.

López Obrador, en lugar de dar una batalla para transformar de fondo al INE, especialmente en términos de dispendio presupuestal, desaprovechó la oportunidad y centró su objetivo en personas que ya estaban a punto de dejar sus cargos, porque así lo marcaba la ley, y ofreció en cambio un pleito de vecindad, que aún así provocó la movilización de una oposición desprestigiada por los partidos que la conforman (PAN, PRI y PRD) y de sectores más serios de la izquierda democrática que nunca han creído en las trampas del lopezobradorismo.

Lo que ha hecho López Obrador con el INE fue una llamarada de petate. Sólo se le cambiaría el nombre e impondría a personajes afines al morenismo que los vincula, como es el caso de la electa en tómbola, Guadalupe Taddei Zavala, integrante de una familia sonorense que ha sido beneficiada con puestos de alto nivel en el gobierno de la Cuatroté y en la Cámara de Diputados.

En cuatro meses, Taddei Zavala se ha reunido con el presidente al menos en una ocasión con los nuevos consejeros en Palacio Nacional. Fue de asumirse que López Obrador marcaría en esa reunión el rumbo de sus pretensiones continuistas y el ritmo que le gustaría que el INE le impregnara a su marcha sucesoria.

Ambivalente, el INE de Taddei primero se desentendió de la denuncia que en este juego de correlación de fuerzas interpuso Movimiento Ciudadano contra las campañas adelantadas de las “corcholatas” lopezobradoristas. Sin embargo, a mediados de junio, la Comisión de Quejas y Denuncias del INE dictó medidas cautelares, en base a una denuncia del PRD y otros actores políticos, para que los aspirantes morenistas tuvieran ciertas limitaciones durante sus recorridos por el país y se abstuvieran, esencialmente, de hacer llamados al voto. Son medidas que en poco difieren del documento que aprobó la asamblea de MORENA al dar el banderazo de salida a sus aspirantes presidenciales, sin llamarles “aspirantes” ni reconocer que se trata de campañas abiertamente electorales a sus “asambleas informativas”.

Y si estos rodeos a las leyes tienen gran similitud con lo que hacía el PRI en el pasado, lo que ha venido haciendo el INE puede inscribirse, sin mucha dificultad, en actos de mera simulación, con todo y las “sanciones” impuestas contra el presidente y sus mañaneras, para que deje de hacer proselitismo desde la tribuna asaltada desde 2018.

Pero apenas le ordenó el INE al Ejecutivo, con su pétalo de rosa, modificar las conferencias matutinas y sus versiones estenográficas de 4 días del mes de julio por contener proselitismo, López Obrador enseñó el colmillo, y en su postura de autoritarismo presidencialista, equiparó al INE con la Santa Inquisición, ruinoso tribunal de la iglesia católica que investigaba y condenaba a los infieles hace muchos siglos, tal y como lo hace el presidente todos los días desde su púlpito, contra todos los que no están de acuerdo con él.

Las ordenanzas del INE en realidad llegan tarde. Por más que se quiera lavar la cara, el proselitismo lopezobradorista inició hace tres años, el 5 de julio de 2021, cuando el presidente habló por primera vez de los funcionarios de su gabinete que podrían “encabezar los esfuerzos de su movimiento en la consolidación de la Cuarta Transformación”.

Además, de manera más reciente, todas las “corcholatas” han fingido inocencia para explicar el despliegue millonario de bardas y espectaculares proselitistas en todo el país, sin que hayan arrancado las campañas, ni mucho menos de manera oficial el proceso electivo.

Lo que le falta a la ciudadanía para saber si el INE realmente va a ser un factor de contrapeso a los caprichos del presidente, es si mantendrá este tipo de decisiones en momentos de mayor importancia durante el proceso. Pero esto, creo, está por verse.