Ahora que nos falta Porfirio Muñoz Ledo, lo tendremos siempre presente como mexicano imprescindible, forjado en la fragua de la historia como una pieza que el óxido del olvido no logrará erosionar.

Las críticas hacia su tarea, el fondo de su obra, se irá desgranando poco a poco, y hoy, en la inmediatez de su lamentable muerte, viene bien traer a la memoria escrita recuerdos aparentemente ordinarios de momentos que compartimos aquí en Chihuahua, tierra que por cierto era querida por él, porque aquí su padre jugó basquetbol en las canchas de la YMCA.

En la perspectiva de las importantes elecciones federales de 1997, y de las locales, de 1998, nos juntamos a comer en mi casa. Fue una comida, sí; pero sobre todo fue una oportunidad para hablar con desahogo y libertad.

Como dictan los usos, las costumbres, en el centro estuvo Muñoz Ledo como invitado principal, y no era necesario investirlo de primer actor. Enseguida estaba el gobernador Francisco Barrio Terrazas, que en ese entonces se acercaba irremediablemente al final de su mandato; y a la derecha, Patricio Martínez García, pretendiente de la silla, que luego ganaría como gobernador, para afirmar que en el PRI había vida después de la muerte.

Hubo varias mesas. En la principal los ya mencionados departiendo con el rector de la UACJ, Rubén Lau Rojo (†); el jurista y magistrado electoral Rafael Lozoya Varela (†); el exrector liberal de la Universidad de Chihuahua, Manuel Russek Gameros; el empresario Ricardo Creel; el entonces diputado local Dagoberto González Uranga; José López Villegas, y desde luego la pareja que brindamos como anfitriones, mi esposa Irma Campos Madrigal (†), y el que esto escribe.

Para ser sincero, he de decir que de ninguna manera el banquete fue una ocasión para labrar “la sopa de la reconciliación”, para emplear el título de memorable relato de Isabel Allende. Porfirio era entonces el líder nacional del PRD, y yo presidente del partido en Chihuahua.

Lo que hacía especial al PRD regionalmente, era accionar en una entidad pionera en derrotas al viejo y hegemónico PRI, y en ese contexto la divisa de Muñoz Ledo era practicar el diálogo y la urbanidad política, sin renunciar a lo propio cuando hubiera necesidad de discrepar.

Sin los melindres, respetos artificiales, el masticar despacio, beber poco, ni hacer otras cosas que la soledad trae consigo, como recomienda Miguel de Cervantes en su obra magna, la comida transcurrió fraternal, sabrosa, y sobre todo interesante en más de un sentido.

Recuerdo que antes de pasar a la mesa, Porfirio Muñoz Ledo comentó con Lozoya Varela, su contemporáneo en la UNAM, cómo fue que encumbró a Miguel De la Madrid a la calidad de dirigente estudiantil, en la Facultad de Derecho, catapultándolo a una carrera que terminó en la Presidencia de la República. En la conversación de Porfirio, y en sus manos, México parecía dúctil plastilina fácil de moldear.

Ya en la mesa resultó más que una docta lección la intervención de Lozoya Varela sobre la histórica polémica de Ignacio Vallarta con José María Iglesias sobre la intervención o abstención del Poder Judicial Federal, pero sobre todo de la Suprema Corte, en materia electoral.

Tenía pertinencia la conversación en ese punto, porque entonces se cocinaba la reconfiguración jurisdiccional que llega hasta hoy con los tribunales electorales. Fue obvio que Porfirio sintió el peso de las ideas expuestas por Lozoya Varela; se notó que registró los puntos esenciales.

Quepa decir, sin dolo alguno, que tanto el gobernador Barrio como el expresidente municipal de Chihuahua, Patricio Martínez hablaron poco, cosa rara en este último. Más bien escrutaban las opiniones de Porfirio. Parecía que el puesto público obligaba al silencio y hasta al asombro reverencial. Fue, al fin, una mesa con algarabía.

Dos temas fueron de política-política. Uno se mantuvo en la reserva entre Porfirio y Barrio, que tuvo que ver con la elección del Jefe de Gobierno de la Ciudad de México. Fue privado. Otro se trató abiertamente, ya casi a la hora de los postres, afortunadamente sin puros.

Para dar contexto: era ya un momento preelectoral en Chihuahua y se discutía sobre la elección que sustituiría a Barrio en el cargo de gobernador, y salió, inevitable, el papel del PRI en manos de Artemio Iglesias Miramontes, su líder por entonces, quien aspiraba a la candidatura.

Artemio había tejido finamente la reconstrucción de un aparato para un triunfo electoral; había lubricado al partido derrotado y lo tenía listo para relanzarlo, obviamente con él como candidato. Cuidaba el factor local de manera cuidadosa, pues habiendo sido secundario en el pasado por el centralismo, ahora se requería demostrar músculo, lo que, como se sabe, jamás vio el presidente Zedillo.

Ahí brotó una opinión disonante de Muñoz Ledo en torno a Artemio Iglesias. Después me enteré que por rencillas y diferendos en interparlamentarias internacionales, ambos políticos habían discrepado cuando fueron senadores de la república.

Conforme a una costumbre de Muñoz Ledo, le formuló una pregunta a José López Villegas, miembro del PRI hasta nuestros días, y este defendió la figura de Artemio Iglesias, del que además había sido suplente. Para diversificar, pidió la opinión del también entonces diputado local perredista, Dagoberto González, y este refrendó las palabras y argumentos de López Villegas. La tradición salaicina se impuso.

Obvio que la sangre no llegó al río, porque de abrirse la polémica a fondo, el gobernador Barrio habría abundado en discrepancias de Artemio, en el que veía al priista como todo lo negativo del PRI que estaba en el imaginario colectivo de Chihuahua, luego de los tiempos del llamado “verano caliente” que desembocó en la usurpación de Fernando Baeza Meléndez de la gubernatura del estado, hoy –quién lo diría– aliado principal del PAN contra el lopezobradorismo y la Cuatroté.

Fue una mesa espléndida. Irma Campos impresionó como generosa anfitriona y con la fortaleza de una cocina de lujo y gran tradición familiar, por decir lo menos.

Porfirio le agradeció cumplidamente, y en todo ceremonial la invistió con la categoría de “emperatriz” en el arte de la cocina. Lo era, con igual intensidad que su adhesión al feminismo, su causa de vida.

Llegó la hora de los aromáticos expresos, coñaques y chinchones. El postre fue el clásico pastel de zanahoria, manufacturado por una integrante de la familia Madrigal, Gloria Leos, que cerró esa tarde.

Todos los comensales, sin excepción, tuvieron por postre un exquisito pastel embetunado en color amarillo y con el logotipo del sol azteca, como símbolo de una convivencia en la que todos los valores de la democracia estuvieron presentes.

Como llegamos, salimos. Nadie había perdido nada, y contra lo que se dice en reconocida novela sobre una tarta de limón, no hubo terrenos resbaladizos, ni apariencias inútiles, sino la expresión de que todos llevamos consigo vidas personales, sin importar qué tanto conocemos a fondo a los demás.

Un chismoso de esos que nunca faltan, divulgó la reunión y filtró –qué fea palabra– la polémica sobre Artemio Iglesias. No pongo el índice sobre ninguno, pero tengo la certeza de quién fue. Va con este texto algunos fotografías que todo lo ilustran.

Porfirio Muñoz Ledo era un mago de la política. Daba a momentos como este el toque de lo inolvidable.