La fundación del estado moderno trajo consigo el constitucionalismo, el Estado de derecho, y la revalorización del derecho mismo. Es una historia larga, con polémicas abiertas y fecundas que es difícil resumir en los límites de un artículo periodístico.

El siglo XX, catalogado con el estigma de los totalitarismos y los autoritarismos que se generaron en varias partes del mundo, aleccionó históricamente a la humanidad de la importancia que reviste el derecho, de tal manera que su desarrollo concreto, vigente y positivo se ha tornado en un indicador más que significativo para catalogar a la totalidad de los estados del mundo.

En nuestro país, el liberalismo durante el siglo XIX, echó raíces profundas porque había una realidad que se caracterizaba por el abuso del poder, los privilegios, la discrecionalidad y el traslape de fueros que hacían imposible pensar en un estado nacional, dimensionado por el apego a su soberanía.

Daniel Cosío Villegas lo dice en su Historia de la república restaurada: nuestro liberalismo no es producto de lecturas de políticos iluminados, ni simple imitación que devenía de las modas de Norteamérica y Francia, por ejemplo, sino la acumulación centenaria de agravios que padecía todo mundo en un país que se había independizado de trescientos años de dominio colonial y que no terminó, de la noche a la mañana, sino que ese pasado se quedó entre nosotros, y se puede afirmar que algo prevalece hasta ahora.

Para abreviar, me quiero referir al desprecio por el derecho, por esa vieja y arraigada idea de que se le debe cumplir mas no obedecer. Considerar que las leyes que se han promulgado, solventando adecuadamente todos los procedimientos, a lo sumo se pueden considerar una buena literatura, materia para un discurso de plazuela, mas no para apegarse a sus preceptos que obligan.

Esa ominosa realidad la hemos tenido presente en México durante las últimas semanas de manera más grotesca. Tenemos una Constitución, pero se transgrede; hay una legislación ordinaria, pero se desobedece; hay instituciones que actúan con miedo a enfrentar al poder, y cuando lo hacen titubean y no están dispuestas a exigir el cumplimiento institucional.

Me voy a referir a tres simples ejemplos. El presidente de la república se pasa por el arco del triunfo las prevenciones y limitaciones que le imponen, de suyo, las leyes electorales, y actúa con tal desfachatez que viola la ley con una sonrisa en los labios, con la cual se burla de uno de los aspectos nodales del Estado moderno y del mexicano en particular: los funcionarios públicos únicamente pueden hacer aquello para lo que están plenamente facultados. Cruzada esa frontera, se cae en el terreno de la arbitrariedad y en el desprecio al derecho al que me vengo refiriendo.

En medio de este comportamiento se defrauda el sentido de la ley, se hace uso indebido de las garantías que tiene el ciudadano para encarar al poder mismo cuando este se extralimita. Así, López Obrador se comporta más como jefe de partido, coordinador de campañas de sus “corcholatas”, arrogándose hasta el cuestionamiento de otras expresiones partidarias; debate que, en todo caso, debiera abordar el dirigente partidario o los pretendientes mismos de la Presidencia de la república.

Esa actitud huele mal, tiene un talante de autoritarismo inequívoco, pero lo más grave es que se incurre al porfiar en el desafío y el desprecio a una provocación que puede tener varias y delicadas lecturas. Una me preocupa: si el poder viola impunemente el derecho, no faltará quien concluya que ante la falta de reglas, todos estamos facultados, de facto, para hacer y deshacer lo que nos venga en gana.

López Obrador se comprometió a que actuaría “siempre dentro de la ley, nada fuera de ella”. Pero la realidad nos dice que esa promesa pasó a formar parte de su gran catálogo de mentiras.

El otro aspecto al que me quiero referir, es al pronunciamiento de los gobernadores morenistas, capitaneados por el oportunista Ejectutivo de Sonora, Alfonso Durazo, que reconvienen al INE actual para que no estorbe la “libertad” del presidente. Preocupa que ni siquiera tengan en presencia una regla básica del Estado de derecho que salvaguarda a las personas y los ciudadanos con la garantía de que los funcionarios sólo pueden hacer aquello que la ley les permite.

Con esto quiero decir que tanto ellos como las propias cabezas del INE deben apegarse estrictamente y con rigor a lo que dispone la ley, sin tolerancias que permitan la transgresión de la misma.

Por último, en todo el país hay una propaganda que favorece al Ejército, y en general a las fuerzas armadas, que se basa en una divisa, que se puede leer en cualquier periódico: “Iremos tan cerca o tan lejos como sea necesario llegar”. En la foto publicitaria aparecen cinco militares fuertemente armados, en lo que parece ser una selva frondosa. No se hace mención del paradigma constitucional, sino que se amenaza y los integrantes de las fuerzas armadas también tienen límites establecidos, pero aquí sirven de poco o nada.

Estos son signos más que ominosos que nos hablan de un México que pretendimos dejar atrás con una transición democrática, que ya no tan sólo se coaguló, como dijera Muñoz Ledo alguna vez, sino que nos llevó peligrosamente a un puerto que no se desea racionalmente. Sólo investido de un poder enfermizo, se puede pensar que esto deba continuar así.

Quienes distantes de todo poder formal, desde el cuerpo ciudadano y en diversas ocasiones hemos impugnado al poder mediante la desobediencia civil, hemos dicho claramente que al transgredir una norma estamos dispuestos a sufrir las consecuencias.

Así de duro debe ser el respeto al derecho.