Columna

De intelectuales, estoicos y poderosos

En el lenguaje usual, no afirmo que de todos, es frecuente escuchar la palabra “estoico”, referido a la actitud de una persona que enfrenta la adversidad con entereza, valentía, y más aún, con sabiduría. Algo hay de cierto en esto si lo asociamos al estoicismo que floreció en Grecia hace alrededor de 2 mil 300 años.

Recién acabo de leer el libro Vidas de los estoicos, de Ryan Holiday y Stephen Hanselman, que publicó la editorial Océano a principios del año 2024. Los autores, joven filósofo el primero, y librero y editor el segundo, nos presentan en este libro un largo recorrido en el que reseña vida y obra de las principales figuras del estoicismo, a partir de su fundador, Zenón de Citio, Chipre, hasta Marco Aurelio, el emperador de Roma.

Son un buen número de vidas entre las que sobresalen, por sólo señalar algunas, Cleantes, que se cataloga de apóstol; Crisipo, de luchador; Antípatro, de ético; Panesio, el que conecta; Rufo, modelo del hombre honesto; Catón, el joven, hombre de hierro de Roma; el infaltable Séneca, al que se pinta también de luchador; Epicteto, que de esclavo pasó a ser gran filósofo, hasta llegar a Marco Aurelio, un rey formado y comprometido con una filosofía de la responsabilidad ética.

También se incluye a Cicerón, advirtiendo que no fue estoico, pero contribuyó con su obra a que ese pensamiento se divulgara y conociera hasta el día de hoy, ya que gran parte de los aportes de aquellos filósofos se perdió y pocos fragmentos se conocen como auténticos. Muchos de estos filósofos terminaron asesinados y descuartizados.

Como puede observarse, el recorrido de un catálogo de nombres de este tamaño es ambicioso. No reseñaré a detalle este libro en esta columna, pero sí quiero poner el acento en un aspecto fundamental. Los estoicos se empeñaron en demostrar que la filosofía debía servir para algo, que debía contribuir a un arte de vivir desprendiéndose de bienes materiales, de la fama, del poder per se, y hacerlo no con una resignación cristiana, sino de la sencillez y el compromiso, lo que está al alcance del nosotros, entendiendo que también hay condicionamientos externos que marcan olvidados comportamientos.

Los autores lo dicen: “La única razón para estudiar filosofía es volverse mejor persona”. Quizás bajo esta óptica los padres fundadores de Norteamérica, al construir la democracia más antigua del planeta, estudiaron a fondo la república romana, que luego se destruyó por hombres ambiciosos.

Algo salta a la vista en el libro, aparte del desglose de enfoques particulares que esta filosofía fue tomando al paso de los años: gran parte de estos filósofos trabajaron al lado de los poderosos, les sirvieron en cercanía como consejeros de primer nivel, al grado de que en la cumbre de este pensamiento llega a figurar un emperador, famoso por sus Meditaciones, muy leídas a fecha de hoy.

Es el viejo problema del intelectual y el príncipe, del intelectual que sirve al poder a cambio de privilegios, riquezas y poderes. Un fenómeno que se ha visto a lo largo de los siglos y es motivo de acaloradas polémicas.

Pienso que los autores, que no pudieron meterlos a todos en un cajón en este tema, porque fueron diferentes, son muy benévolos al exponer esta especie de compendio. Por dejarlos bien parados a todos, evaden –y en algunos casos vulgarizan– el tema, convirtiendo el libro en una especie de herramienta de autoayuda personal, de los que saturan las librerías actualmente. No lo rebajo a esta condición, pero algo hay de eso.

Cuando concluía este lectura, cayó en mis manos el más reciente número de la revista Proceso, dedicada a Julio Scherer como un “testigo de la historia”, de nuestra historia. Y hago este giro porque relata aquella reunión de don Daniel Cosío Villegas, historiador e intelectual de renombre, con Luis Echeverría Álvarez. Pero esta es una historia que comentaré ampliamente en otra entrega.

Los autores de Vidas de los estoicos concluyen que el estoicismo está vivo. Y ciertamente su poder de ejemplificar actitudes loables y humanas lo hacen vigente. Empero, he de decir que la obra no está, ni remotamente, a la altura de lo mejor que se ha dicho, a mi juicio, sobre esta escuela y tradición filosófica, porque la independencia del intelectual frente al poder es una condición ética ineludible. No se vale la incoherencia.