Hace ya muchos años estrujó mi conciencia una sabia frase: las revoluciones no se hacen con más gusto que las guerras. En esta hora aciaga para el país, es oportuno compartir una pregunta y esperar una multiplicidad de respuestas. ¿Por qué la indignación de los mexicanos se ha convertido en conmovedora rebeldía en muchas calles de las ciudades de nuestra república y cómo darle curso, para que sea fecunda, la presencia ciudadana en las plazas? No es desde ningún ángulo un problema menor, tampoco exclusivamente político, sino que se traslada también al terreno de la ética, tan declarada retóricamente en el discurso y tan despreciada en la realidad. Y cuando digo política y ética, pienso que hay una que está contenida en el Derecho básico de nuestra república. De alguna manera se trata del contrato social que le marca límites al poder público frente a los ciudadanos y las personas, por una parte, y le instituye obligaciones inexcusables, que están para cumplirse y nunca para evadirse deliberadamente, o mediante la incuria que caracteriza el quehacer de los gobernantes y su funcionariado.

Si revisamos la historia de las últimas décadas del tiempo mexicano, vamos a encontrar que en infinidad de ocasiones se ha salido al espacio público con un reclamo que podemos reducir a sencillas palabras: cumplimiento de la Constitución, acatamiento de la ley, Estado de Derecho. Los que han dado la cara, en ocasiones millones de mexicanos, les ha bastado –como decía José Revueltas– ser honrados para ser revolucionarios. Los agravios tienen un peso específico tan enorme que todo mundo los ve y los padece y además los quiere corregir. No van a la revuelta con un regusto especial por transgredir, increpar, disentir de lo establecido. Puestos a escoger, preferirían la comodidad de la vida, pero la realidad se hace tan insoportable que para superar el estado de animalidad, se fortalece la conciencia y se aspira a la vida buena que implica la corrección de la presente para hacer “de nuestras vidas diamantes diminutos en la arena cósmica”, como lo dice magistralmente Ronald Dworkin en su reciente libro publicado en español, Justicia para erizos.

Si quisiéramos hacer una clasificación de los disidentes, resistentes, rebeldes y revolucionarios de cualquier signo, podríamos abrir una llave exclusivamente con dos categorías: los que tienen una conciencia profunda de los grandes problemas que afectan a la sociedad y diseñan rutas, estrategias, tácticas y planes de transformación. Son los que de alguna manera nos hablan de un deber ser argumentado, más allá de que esos argumentos tengan validez o se discrepe de ellos. En el otro ámbito estarían los que sufren la realidad, la padecen todos los días, tienen tradiciones y culturas para resistir, son los que padecen los agravios y quieren restañarlos con lo que se tenga y con lo que se pueda. El historiador liberal, Daniel Cossío Villegas, en memorable análisis desbrozó este tema en particular a la hora de interpretar la historia moderna de México, a partir de la fundación del Estado con la Constitución de 1857: llegamos a las transformaciones más por el dolor de los agravios, el aguijoneo de los mismos en el lomo de los integrantes de la sociedad, que por el pausado, placentero, camino de la lectura de las grandes enseñanzas de quienes sienten rubor por lo que pasa en la sociedad y trazan sus caminos. Se va a la calle a levantar banderas, no por los libros, sino por las ofensas. Entiendo que esto sólo se puede comprender con los matices consabidos. Porque a final de cuentas, y sólo por poner un ejemplo, la revolución de Ayutla, la Constitución liberal que brotó de ella y el triunfo en la Guerra de Tres Años, no habrían sido posibles sin los mexicanos que salieron de todos los puntos de la república bajo ideas brillantes de pensadores de la talla de Mora, Ocampo, Zarco, Lerdo de Tejada, Ramírez y Juárez.

Estamos frente al mismo dilema y tenemos una preocupación nodal: las grandes crisis de México (Independencia, Reforma y Revolución) se resolvieron con una cuota de sangre y con las armas en la mano. Hubo vencedores y vencidos, los vencidos lo fueron en el campo de batalla pero nunca se conformaron y en cuanta oportunidad tuvieron fueron por la revancha. Los otros, se corrompieron. Eso ha dejado un sedimento en culturas y tradiciones políticas: los cambios se logran con una cuota de violencia. Si nos atuviéramos a un texto contemporáneo –La Declaración Universal de los Derechos Humanos– tendríamos que en el tercer párrafo de su Preámbulo aparentemente otorga legitimidad a esta visión: “Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Pero aún con el matiz que hago, reconoce una realidad, aquella que orilla a la rebelión, y eso acerca a la violencia que se explica por la presencia de los contrarios, de los que han sufrido los antagonismos, llevando la peor parte los débiles y que ven cómo los poderosos y opresores se salen con la suya las más de las veces.

¿Qué hacer en una encrucijada como la actual? De todas partes llega la profunda crisis de confianza al Estado en sí mismo, al desprecio de la política como algo podrido, la más que fundada opinión contraria a los partidos políticos –el PRD en pocos años se fue al abismo–. Con esto a la vista, a lo que se agrega la guerra, la violencia del crimen organizado, las masacres, la fosa que es México, es obvio que oscilemos entre la desesperanza y el anhelo de transformar las cosas. La desesperanza golpea en todas partes y alienta también a los que creen en la mano dura, que no dudarán en proteger los grandes intereses que están en juego con el futuro del país y en la frontera con el imperio.

Soy un convencido de que los métodos violentos no resolverán la crisis de México. Descreo de la llamada “violencia revolucionaria”, tampoco creo que la violencia es la partera de la historia, dos piezas clave de un pensamiento alojado en la izquierda histórica de México y el mundo. No puedo creer ni política ni moralmente en eso a la luz, concretamente, del gran sacrificio que inició en 1910, medible en contraste con lo que sobrevino después dominantemente: el callismo, el alemanismo, el régimen de Díaz Ordaz, el de Salinas y el par que encabezaron los panistas con el inicio del nuevo milenio. Peña Nieto, para hacer una referencia a la coyuntura, carga la más grande crisis en materia de derechos humanos jamás imaginada a estas alturas: lo que asomó en Guerrero y desgarró al país lo grita a los cuatro vientos. Ahí hasta las piedras hablan. ¿Qué hacer, entonces?, ¿quebrar el molde para vaciar de nuevo el bronce fundido?, ¿hacerlo al alto costo de una nueva cuota de sangre? ¿Pero quién puede pensar en esto?

Estas reflexiones las hago al calor de los sucesos en la capital del estado del pasado 23 de octubre. La violencia no vino, ciertamente, de los ejidatarios de Benito Juárez, ni de los ciudadanos que nos sumamos a ellos solidariamente. No proviene de un padre que recorrió las calles de Chihuahua en una silla de ruedas y una valerosa madre, muy entrada en años, que actuó con entereza envidiable. Cuando salieron a Chihuahua para mostrar su indignación, atrás dejaron un mundo campesino expoliado y en el abandono absoluto, con su ruralidad destruida y amenazada, con la presencia de las compañías mineras depredadoras, con la amenaza de destruir sus ríos y acuíferos, con la presencia ancestral de la delincuencia organizada. Son parte de los condenados de la tierra y todavía se atreven a pedirles comedimiento a los protocolos de los que habla el gobierno de Duarte y que ni siquiera saben qué procedimientos contienen. No dejaron de ninguna manera su dolor de haber perdido a dos seres queridos, el hijo rebelde y la nuera, por cierto paciente de una enfermedad degenerativa. Ese dolor lo trajeron aquí. Resulta dramático y trágico a la vez que esa madre atormentada le haya gritado a Duarte que su hijo le procuró votos para ser electo gobernador, le otorgó su confianza y, con todo y eso, lo abandonó. Ellos realizaron la investigación, dijeron a las autoridades quiénes son los criminales, develaron la connivencia de sicarios y autoridades, y todavía así les piden calma, paciencia. Creen que en cada chihuahuense hay una reencarnación del Job bíblico; esto, cuando se ponen generosos. Cuando vociferan a través de sus medios a sueldo, los tratan de salvajes, trogloditas, zafarrancheros, destructores y otras lindezas por el estilo. Contestar a eso con la violencia es un despropósito.

Estamos impelidos a la rebelión en los términos que dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Será una proeza organizarla, negarle nuestra obediencia a la tiranía, hacerlo de manera no violenta, probablemente transgrediendo el Derecho y pagando las consecuencias, sólo para subrayar que la justicia actualmente no existe. Será un portento de vertebración de la energía social. No es un camino fácil y tampoco blando, pero ahorra mucha sangre y dolor, porque insisto: no se hacen las revoluciones con más gusto que las guerras.