Jaime García Chávez

“¡Corazón, corazón mío, por irresistibles penas agitado!
¡Arriba! ¡Frente a los enemigos, saca tu pecho y defiéndete
y en las insidias de tus contrarios, firme cerca de ellos,
aguanta de pie!

-Arquíloco de la isla de Paros.
(Poeta griego que floreció en Grecia de 680 a 645 a. C)

Tocqueville escribió en “La democracia en América” que observó en los Estados Unidos -la única república democrática en su tiempo- una propensión singular para que echara raíces el despotismo y cómo los príncipes europeos ya se servían de esa idea para acrecentar su poder. En la Rusia del siglo XIX no necesitaban de la histórica lección, como tampoco en la posterior Unión Soviética. Ahí cobró carta de naturalización un despotismo en la tierra de los zares rojos: la galera del totalitarismo atroz permeó y saturó capilarmente toda la vida de los seres humanos. Quizás por eso grandes pensadores han dicho a su modo que para conocer una sociedad a fondo hay que leer a sus poetas. Nuestro Octavio Paz escribió: “la historia de la poesía moderna -al menos la mitad de esa historia- es la de la fascinación que han experimentado los poetas por las construcciones de la razón crítica”.

La vida de Anna Ajmátova es una gran lección en todo esto, como desprendo de mi lectura de la reciente obra de Alberto Ruy Sánchez “El expediente Anna Ajmátova”, que comento en estos apuntes que son, más que una reseña las impresiones que me provocó.

Haré un rodeo. Un autor, Simón Sebag Montefiore, que ha tenido acceso a los archivos de la era Stalin de la desaparecida URSS, nos habla de la estatura intelectual del dictador Stalin: “…le concedía mucha importancia a la literatura …es posible que pidiera ingenieros del alma, pero dista mucho de ser el filisteo zafio que sus maneras nos podrían hacer pensar que era. No solo admiraba y apreciaba la gran literatura, sino que además sabía distinguir entre los intrusos y los genios. Fue el gobernante de Rusia más leído en varios siglos hasta llegar a Vladimir Putin. Esta visión de Sebag Montefiore, imperdible según mi criterio, contribuye a las investigaciones actuales de la temática que aborda en su novela el autor mexicano, porque en ella se da cuenta del Stalin joven y revolucionario que aspiró a ser un poeta y la frustración cuando no lo logra. Expulsó a los poetas de su república con profundo conocimiento de su perversa acción.

Contrastar al autócrata comunista con los poetas de su tiempo es una fuente de enseñanza muy necesaria para este siglo XXI que se adentra en una crisis descomunal de la cultura, única base de la que nos podemos asir para remediar el futuro del planeta ante la depredación en que se sustenta la viabilidad humana, hoy atosigada por una la de pandemias nunca antes padecida.

En esa tarea de comprensión, leí el “expediente Ajmátova” aparecido en librerías el último semestre del año 2021. Me conmovió, admiro su calidad novelística novedosa y transformadora de la letras, por su documentación histórica en la que mezcla la poesía a la vez que expresa el gran malestar -lo digo suavemente- con la sociedad del Gulag que deshonró para siempre la utopía que había iniciado su realización ¡por fin!, en 1917. Se demuestra en la obra que tanto la cultura como la poesía terminan por imponerse, así sea mediante el recurso de escribir en cortezas de abedul y a través del testimonio de una agente policíaca estalinista -Vera Tamara Beridze- que tuvo el encargo de vigilar estrechamente a la Ajmátova. En este obra, de gran aliento, no se le deja a la duda ningún resquicio del asombroso poder de la palabra. El texto de Ruy Sánchez, además, va en una serie de pequeños capítulos, magistralmente enhebrados y con un diálogo con imágenes que refrendan su palabra. Es una obra llamada a dejar huella, especialmente en quienes creyeron en la aurora rusa de la primera posguerra del siglo XX europeo, que tanto nos marcó a la postre con el surgimiento de los totalitarismos.

A la poeta Anna Ajmátova se le pueden encabalgar entre dos siglos: la prolongación del XIX hasta el estallamiento de la Primera Guerra y un poco más de la mitad del XX, ya en la etapa poststalinista, que sobrevino después del histórico XX Congreso del PCUS. Complejos años que acumularon un sinfín de hechos. La novela arranca con una evocación de las “Almas muertas” de Gogol, aunque no se le menciona. Esa alma nos cuenta una historia de la poeta desde el Gulag, adonde fue confinada por el régimen mismo a la que sirvió como agente encargada de vigilar sus pasos por encargo personal de Stalin delegado al depravado Lavrenti Beria. Esa historia, dice la vigilante, fue “…carbón de lumbre latente que me ha mantenido viva”, que la impulsó en el destierro político para escribir su testimonio en cortezas de abedul. Imagino una historia que a la vez no te deja vivir, pero que por ella vives. Como el amor y el odio exacerbado. La vigilante cercana dubita y se pregunta el porqué Stalin que tenía el poder más arbitrario de matar, había condenado a Ajmátova a seguir viviendo: “Darle a ella otro tipo de fuego. Lento pero implacable” Al respecto habla muy claro que frente a la ventana de la habitación de la Ajmátova se colocó como gran mole visible una estatua del atrabiliario jefe comunista que se hacía llamar el padre de todos los pueblos. Nunca pensó el dictador que el alma de la poeta se apoderaría de su vigilante que dejó su testimonio recogido en una nota editorial bajo el sugestivo título de “Entre papeles dormida” y que nos llega ahora con toda su fuerza. La mujer policía -luego víctima, como era usual en la URSS- lo labra para sí de esta manera: “Nunca supe en qué momento exacto sus sueños (de Ajmátova) comenzaron a meterse en los míos. Y su pesadilla fue la mía.”

Stalin, como era usual, le hizo el encargo a Vera Tamara Beridze de vigilar a Ajmátova aprovechando para todo su condición de mujer, con toda la carga de prejuicio imaginable y en presencia de Beria, que subraya la importancia de la encomienda. Beria destila su veneno y desprecio: “la poesía era neblina”, le dijo a la agente. Idea que está en tensión con la íntima convicción de Ajmátova,: “Humo que no se ve -había dicho en 1909- ni se escucha, pero sí nubla los ojos. En eso se convierte el canto de los pájaros para la gente que no entiende su lenguaje”, palabras pronunciadas al borde de su matrimonio con el poeta Gumilyov -asesinado por orden de Lenin- en la etapa que fortalecían acmeísmo para resistir otras corrientes literarias de la Francia influyente por aquellos años. Se trata de que la gente -todos- entienda “cómo la poesía se mete en las venas y le da sentido a la vida”, se lee en Ruy Sánchez.

La producción poética de Ajmátova en el criterio que postula la novela, inicia con el libro “La tarde”, luego llega “El cofre del ciprés” y “Requiem” resultó imperecedero. En su domus-cárcel la encontró Isaiah Berlin en un piso superior al que se llegaba por empinadas y oscuras escaleras, apenas amueblado -una mesilla, tres o cuatro sillas, una estufa apagada-, saqueada durante el sitio nazi a Leningrado, una ciudad que ya no existe al regresar a su antiguo nombre. En ese lugar destacaba un retrato, hoy famoso, de Ajmátova hecho con el corazón de Amadeo Modigliani, en un tiempo su amante. Departían a principios del siglo XX en el París de la bohemia genuina y productiva con Picasso, Rivera y otros.

En diversos momentos de su vida, Ajmátova fue advirtiendo en su persona y en su obra la presión totalitaria, en tiempos de Lenin con el fusilamiento de su esposo Nocolai Gumilyov, poeta notable, luego cobra dramatismo cuando se narra por el autor el cómo recibe las instrucciones Vera Tamara Beridze, de parte de Lavrenti Beria para que la custodie y vigile policíacamente, catalogando a la poeta como “hipócrita monja perversa y prostituta”, hasta padecer la censura del mismo Stalin que urgó en sus textos para sugerir cambios, con la amenaza de que si no cedía quedaba abierta la puerta para su desprestigio o su eliminación.

En varios momentos me he encontrado con los poemas de Ajmátova y ahora con este magnífico libro. Siempre con mis propios sueños y preocupaciones que son a la vez ilusiones y dolor. Se ha dicho de diversas maneras: la obra es del autor y, también de los innumerables o pocos que lo leen. Pensé, página tras página, en el abismo que nos narra, el vértigo que produce el poder totalitario demencial que hace sufrir a todos sin causa ni motivo. Cavilé lo que nos puede pasar a los mexicanos de hoy. “Ahora sé cómo se desvanecen los rostros”, aún así, como lo visualizó Berlin, la poeta vivió, basada posiblemente en Herzen en “Una continua acusación de la realidad rusa” no solo en el zarismo, sino también en el régimen soviético, su patria como suele decirse, en la que vivió y murió a partir de 1917 y con la que vivió y quiso morir. Berlin dice: “Eso es lo que significa ser ruso”.

¿Si es cierto y real eso? No está en la intención de este texto ahondar en la poesía de Ajmátova, el tema me rebasa, lo que sí hago es una recomendación para que la lean, seguro estoy que quien lo haga recibirá el gran oleaje de energía para comprender un gran tramo de la historia del siglo veinte y el mundo contemporáneo, no exento en ningún sentido de los peligros del recaer en el totalitarismo que amenaza hoy a grandes franjas del planeta. O más sencillo, si se quiere, los neoautoritarismos y populismos violentos y contrarios a los valores que preconizó y fortaleció la Ilustración y que erosionan hoy al futuro de la democracia que con todo y sus limitaciones, siempre puestas de manifiesto, continua como la alternativa para un mundo en el que podamos comprendernos por encima de las diferencias y que prodiga el florecimiento de la cultura en todo lo que eleva al espíritu humano.

Por lo demás, creo que sobra decirlo, quisiera que el libro de Alberto Ruy Sánchez lo lean y lo aquilaten, ya que al lector individual y a todos nos hace falta por las transformaciones para el bien que siembra y prodiga.
De Alguna manera la obra de Ruy Sánchez es un canto a la libertad, en la línea de Boris Pasternak -Autor del Doctor Zhivago- que reivindica la independencia personal para la creación artística y estética, contra la idea de hundir en estamento forzoso a los artistas como sucedió en la era Stalin y su inquisidor terrible Andrei Zhadánov. Donde Stalin veía “ingenieros del alma” vulgarizando las letras, por ejemplo, la resistencia y la profundidad da la poesía de Ajmátova y otros (no fue la única) que marcaron sendas a la libertad y que hoy se tornan en posibles caminos a recorrer en un mundo abyecto y banal.

Por último en Isaiah Berlin encontré lo que fue una reflexión de Ajmátova y su íntima convicción, manifestada cuando estaba llegando al último aliento de su vida y sabía que la muerte estaba por tocar a su puerta. Va de cita: “Había arrancado a sus amigos la promesa de que no permitiría que surgiera el más tenue rayo de lástima; podía soportar el odio, el insulto, el desprecio, la mala interpretación y la persecución, pero no la condolencia mezclada de compasión”.

Su vida y final fue testimonio de esto y hoy se le reconoce como una giganta de la eficaz resistencia pasiva, que cuestiona de suyo el inmovilismo e indolencia humanas. Sin ser poeta asumo esa divisa como propia, porque en la política -por escasos que sean los ejemplos y aunque se descrea de esta afirmación- puede haber la misma desembocadura -al fin que es tarea humana- y lo creo para mí y por eso lo escribo en este texto donde encontré la oportunidad propicia para la cavilación final de este trabajo. Lo reconozco.

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Ruy Sánchez, Alberto “El expediente Anna Ajmátova. La viajera del mundo de adentro”. Colección Narrativa Hispánica. Alfaguara, México 2021.