Este jueves 8 de julio se cumple un año de la detención de César Duarte, de su encarcelamiento y del inicio de un proceso para extraditarlo al país. 

Una lección nos deja este escándalo: la justicia es lenta, aquí y allá, y lo más grave es que se puede evaporar. 

Los abogados de Duarte empiezan a filtrar la idea de que el tirano corrupto puede ganar, obtener la preciada impunidad, recuperar lo robado y retirarse plácidamente a la vida privada, burlándose, en primer lugar, de todos los chihuahuenses. 

Es una historia cuyas incógnitas pronto se van a despejar. 

Lo que ya se despejó aquí es que una de sus cómplices, María Eugenia Campos Galván, ya se hizo de la gubernatura del estado, y ahora también, como una vida paralela a la de Duarte, trabaja para labrar su propia impunidad.

Muchas veces me han preguntado si valió la pena iniciar el movimiento cívico contra César Duarte en septiembre de 2014. Sostengo que sí. Y aquí algunas pruebas: 

Su estancia misma en la cárcel, la derrota irreversible del PRI en 2016, 2018 y 2021. El golpe fue certero y el viejo partido no se levanta.

Lo que falta es –tarea que rebasa a la modesta Unión Ciudadana– una organización que se haga cargo de la cosa pública, pero eso excede por mucho la auténtica lucha anticorrupción, cuando la misma no es una pieza utilitaria para alcanzar el poder, como lo vimos aquí con Javier Corral Jurado. 

Una lección adicional queda a la clase gobernante, sea morenista, panista, o de cualquier otro partido: la lucha anticorrupción la plantean en un club cerrado en la que los ciudadanos no tienen ni voz ni voto. 

Tan es así que Andrés Manuel López Obrador saludó en Palacio Nacional, en la persona de Maru, a la continuadora de un duartismo sin Duarte. No le pasó por la mente, o no le importó, darle la mano a quien está vinculada a un procedimiento penal, así haya ganado las elecciones.