Columna

A 80 años de la era atómica que privó de color y vida al mundo

La historia que adelanta en su edición de ayer el New York Times, con su enviada especial a Japón, Hanna Beech, para recordar los bombardeos atómicos a dos ciudades escogidas por los norteamericanos hace 80 años, no puede ser más precisa y menos estrujante y conmovedora:

“El bombardeo de Hiroshima a las 8:15 de la mañana del 6 de agosto (de 1945) fue descrito por los estadounidenses como un ‘mal necesario’ para acabar con la agresión bélica de Japón y poner fin a la Segunda Guerra Mundial, el conflicto más sangriento de la historia. La detonación también anunció a la Unión Soviética que la ciencia estadounidense se había impuesto en la carrera nuclear. Pero es más difícil, dicen algunos, defender el segundo bombardeo de Nagasaki tres días después”.

Para los constructores de la bomba, para los teóricos de la masa y la energía, para los políticos y militares involucrados debió ser un dilema cruel y perverso al mismo tiempo; y sentimientos encontrados, indignación y arrepentimiento posteriores han sido retratados en diversas manifestaciones artísticas a lo largo de esas ocho décadas, incluidas la literatura y el cine.

Tantos años después, las tentaciones bélicas de las dos potencias que protagonizaron la Guerra Fría tras la Segunda Guerra Mundial y hasta el fin de la década de los noventa, aún prevalecen.

Por un lado tenemos a un presidente delincuente gobernando a punta de ocurrencias -que de todas formas pesan– un país como Estados Unidos, que se enseñorea como un imperio frente al resto del mundo y amenaza y presiona hacia afuera con chantajes arancelarios, y a nivel interno se impone con redadas criminales contra personas migrantes que arresta, encarcela y deporta arbitrariamente, respaldado en su ideario racista, ultranacionalista y fascista.

Por el otro, en Rusia tenemos a un exmilitar invasor, forjado en los más oscuros sótanos soviéticos de su policía política, persecutor, criminal, y enquistado en la presidencia de ese país, con todos los cambios habidos en torno a esa figura, desde hace 26 años, pero con miras a reelegirse hasta 2036, según las enmiendas constitucionales que promulgó en 2021.

Como nunca antes en la historia de ambas naciones, y a pesar de las desconfianzas, hoy se saludan más que cuando Kennedy y Khrushchev lo hicieron diplomáticamente en la Viena de 1961 y que a pesar de ello, dos meses después, iniciaba la construcción del Muro de Berlín; o en 1962, cuando intercambiaron cartas para calmar la tensión por la llamada Crisis de los Misiles rusos en Cuba. Esa vez, se dijo, estuvimos al borde de una tercera guerra mundial, diecisiete años después del bombardeo atómico.

Entre Donald Trump y Vladimir Putin hay coincidencias: ambos son ultranacionalistas, conservadores, autoritarios, sedientos de poder y expansionistas. Los cambios ocurridos en el planeta desde hace 80 años, pero más aun el rechazo de la comunidad internacional a las formas de resolver los conflictos entre naciones y los decantados compromisos que estas suscribieron para no repetir los errores del pasado, teniendo al Holocausto, Hiroshima y Nagasaki frescos en la mente, otorgaron un nuevo aliento al mundo.

Pero ni Hiroshima y Nagasaki, ni casos como el de los misiles soviéticos en Cuba en 1962 detuvieron las ánimos imperialistas de Estados Unidos. En ochenta años este país, con el argumento de imponer la democracia y acabar con el comunismo, ha intervenido a unos 70 más y ha protagonizado unos 200 conflictos armados y operaciones en todo el mundo, entre invasiones, guerras y golpes de estado. Y así ha impuesto su democracia y su capitalismo.

Rusia no se queda atrás. Desde 1945, Rusia ha estado involucrada en varias acciones militares, como la intervención en la Guerra Civil Húngara en 1956, la Invasión de Checoslovaquia en 1968, y la Guerra de Afganistán de 1979-1989, y más recientemente la anexión de Crimea en 2014 y la invasión de Ucrania en 2022. 

Y justo en estos momentos, Vladimir Putin acaba de anunciar, a través de su Ministerio de Asuntos Exteriores, que Rusia dejará de cumplir un tratado, “ya caduco”, que prohibe el despliegue de misiles de alance intermedio. La guerra de declaraciones tuvo su inmediata reacción en Washington, al acusar a Moscú de violar el pacto durante más de una década y afirmar que incluso ha utilizado misiles con alcances prohibidos por dicho tratado durante su invasión a Ucrania.

Para colmo, Estados Unidos, en una carrera armamentista que no ha flaqueado, anuncia, a su vez, que tiene un plan demencial: poner un reactor nuclear en la Luna, antes de que Rusia o China lo hagan.

El pasado, dicen algunos pensadores, si no se aprende, se repite. Y tal vez, como dice el músico británico Sting en su canción de 1987, publicada dos años antes de la Caída del Muro de Berlín, La historia no nos enseñará nada (History will teach us nothing): “Sin el aliento de la verdadera libertad no llegaremos a ninguna parte rápidamente (Without the breath of real freedom we’re getting nowhere fast)”.

Pero el fétido aliento de quienes gobiernan las potencias mundiales históricamente más abusivas del planeta se esparce hoy por todo el orbe. La derecha conquista espacios y la izquierda, sumida en el pasado, obedece, en el peor de los casos, los dictados del capitalismo desalmado. Entonces, la denuncia, la resistencia permanente es lo que le queda de ese pasado a quienes son pisados fuertemente. El papel de la política en oposición y el de los intelectuales han de salir de su confort para reivindicar activa e inexcusablemente su crítica. El mundo no quiere otro Hiroshima, y menos otro Nagasaki tres días después.

Concluyo este texto como un respeto a la memoria de las víctimas del Holocausto, pero también a las de aquellas ciudades japonesas, un homenaje doloroso al recuerdo de lo que el mundo no está dispuesto a reincidir. Termino con el párrafo con el que la periodista Hanna Beech comienza su reportaje de ayer en el New York Times:

“Las fotos son en blanco y negro, pero por una vez no se trata de una completa distorsión de la realidad. Cuando Estados Unidos lanzó bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 de agosto de 1945, dos ciudades japonesas quedaron instantáneamente privadas de color y vida. Tras los únicos ataques nucleares del mundo, lo que más quedó fueron tonos de un terrible gris”.