La jueza Fabiola Domínguez Chavira puso en su lugar al Fiscal General del Estado, César Augusto Peniche. Lo acusa –y el caso debe llegar al fincamiento de responsabilidades– de tratar de “limpiarse” con ella, con motivo de haber liberado a un presunto secuestrador de Abraham Harms Peters, menonita que además fue ultimado. 

El asunto es relevante, más si nos hacemos cargo de que hay la idea muy extendida de que los jueces son inquisidores y que quienes llegan ante ellos deben ser condenados con las penas más altas y severas, sin tomar en cuenta que hay garantías, debidos procesos y que como juzgadores, aparte de tener arbitrio, se han de ceñir a preceptos de ley de observancia inexcusable. No conozco el expediente, hablo por lo que leo en los medios y me parece que hay dos cosas recuperables en las declaraciones de la jueza Domínguez Chavira: en primer lugar que el imputado “traía marcas en el cuerpo, una lesión en la frente, marcas en las muñecas, hematomas en la cara, en los brazos, los hombros hinchados”. Y, enfática, la jueza afirma que “no pudo desacreditar eso, no pudo cerrar los ojos, sería descabellado”. 

Si a esto agregamos la secrecía con la que la gente de Peniche rechazó la presencia de los medios de comunicación, me queda claro que tenían cola que les pisaran y apuro para presionar un cautiverio y un proceso que no se sostiene cuando median las torturas que se describen por la propia juzgadora. 

Se debe ir al fondo del asunto, con el resultado que haya, pues el grado de violencia al que hemos arribado no tiene precedentes y crece en espiral, y en este caso golpea de nuevo a un miembro de la comunidad menonita que ha estado en el blanco de la agresión.