Omar Bazán, emblema del desastre priísta, ordenó, según trascendió en la prensa, descolgar algunos cuadros en la larga galería de presidentes estatales del partido fundado por Plutarco Elías Calles en 1929. Para él algunos ya no merecen ni el sitial ni la distinción. Esto significa que Bazán adolece de una estrechez mental superlativa: la historia –que según esto la hacemos juntos– es imborrable. Es una virtud del pasado. 

Cuando cayó la Unión Soviética no pocos se preguntaron si había que conservar la estatuaria de los viejos tiempos del totalitarismo. Se optó por la negativa porque a final de cuentas era preservar la memoria, por negra que fuese. Pero, para qué decirle esto al descendiente de Beltrones, porque está ciego y no se da cuenta que no es un simple cuadro el que hay que quitar, que dicho sea de paso no resuelve nada, la esencia está en otra parte pero no la ve. 

Ni siquiera el “majestuoso” cuan vacío edificio de la Dale, justo donde estuvo la Casa del Campesino, alcanza a ver como el más grande monumento del desastre priísta que llegó a su clímax cuando César Duarte hizo esas oficinas faraónicas y pensando en un milenio. No hay más ciego que el que no quiere ver.