Si la Corte quita, el Congreso pone
¿Ha iniciado un fin de régimen? Si pretendiéramos contestar a la luz del resultado electoral de julio pasado, la respuesta no esperaría más de un segundo en favor de un “sí”, que más que todo encierra un deseo, producto de un hartazgo con lo que tenemos en el país, particularmente a partir de la implantación del modelo neoliberal y del pasado sexenio que puede ser definido con la etiqueta de “corrupto”, corrupto en grande.
Si vemos los hechos concretos, ese “sí” se sustituye por dudas, por actitudes escépticas, si bien no generalizadas sí sustantivas por quienes las han expresado, escoltadas por trayectorias de vida inequívocamente comprometidas con la construcción de un nuevo régimen, democrático y con Estado constitucional de derecho.
Por la teoría sabemos que un régimen político es el conjunto de reglas que norman la lucha por el poder, pero también el ejercicio de ese poder, los valores que lo animan la vida de las instituciones, que las llamamos fuertes cuando se sobreponen a la personalidad del gobernante y sus debilidades. Instituciones fuertes, con hombres y mujeres descarriados al frente, producen resultados correctos, normalmente. Lo contrario es sinónimo de tragedia.
Dos hechos marcaron el momento de la semana, prácticamente en el quicio de la puerta sexenal, cruzado el cual Andrés Manuel López Obrador quedará investido como un gobernante con amplísima legitimidad electoral y, cosa que no sucedía hace dos décadas, con una enorme capacidad de maniobra en el Congreso de la Unión, donde cuenta con una mayoría holgada en la cámara senatorial y en la de diputados. No es poca cosa, de tal manera que la responsabilidad obliga a escuchar la voz de los electores que se movieron al ritmo de objetivos que marcaron la campaña de López Obrador.
El compromiso con la democracia, aunque parezca superficial lo que afirmaré, implica sinceridad y congruencia. Se detesta la mentira para obtener el voto fácil y el incumplimiento con las famosas promesas. Aquí entramos en materia con esos dos hechos que mueven a profunda reflexión: el reciente fallo de la Suprema Corte, en su calidad de máximo tribunal constitucional, al declarar la invalidez total de la Ley de Seguridad Interior, por una parte; y la colisión, por otra parte, en la que se adentra luego de conocerse el Plan Nacional de Paz y Seguridad, al frente del cual estará Alfonso Durazo, un político que augura, por su tenebrosidad, muchos dolores de cabeza al futuro gobierno.
La Corte, cargada de denuestos y descalificaciones baratas, unas, y sustanciales otras, escuchó sólidos argumentos anclados en la Constitución, nuestra historia remota y presente, también el clamor nacional que demanda la presencia de las fuerzas armadas en tareas que no le corresponden. Pero no sólo. De la comunidad académica, de las ong’s derechohumanistas, de las víctimas de la violencia, de la ONU y de la experiencia estatal de otras latitudes del mundo, brotaron voces de alerta acompañadas de un veto moral, muy puntual, para impedir la vigencia de una ley que trastoca los derechos humanos y tendencialmente pone en manos castrenses que muy pronto podrían evolucionar hacia terrenos de facto para ser los garantes de la seguridad en el país, con todo lo que estos implica.
Quiero decir que la Corte no actuó disparando un rayo en cielo sereno. Su respuesta, bien miradas las cosas, es absolutamente correcta y su fallo tiene un significado altamente alentador. Pero en ese contexto, y casi en simultaneidad, se anunció el plan señalado del futuro gobierno. Significa que bajo la apariencia de un mando civil las fuerzas armadas continuarán en la ciudad, el campo y los mares, circulando a placer en una geografía cuadriculada, por encima de lo que dispone la Constitución en materia de demarcaciones territoriales: lo federal, lo estatal, lo municipal. Afirmo que la propuesta difícilmente se alterará a partir de diciembre y que esto se expresa como un rebase por la derecha a lo que hicieron en su momento Calderón y Peña Nieto. Esto fue impensable como discurso de campaña, pero estamos a las puertas de realizar precisamente lo contrario, y tal circunstancia va a tener un costo muy grande para todos.
Con la caída de la Ley de Seguridad Interior no existe el parche que Peña Nieto pretendió imponer para darle un barniz legal a la presencia de las fuerzas armadas en tareas extraconstitucionales, realizando actividades que corresponden exclusivamente al brazo civil en un país que se reclama federalista, esto último también vulnerado ahora. Estamos en una circunstancia en la que las fuerzas armadas continuarán fuera de su marco legal y constitucional, esa es una conclusión que se desprende del valioso fallo de la Corte, actuando como máximo tribunal constitucional del país.
La respuesta del futuro presidente es emprender una reforma constitucional para ampliar las facultades de las fuerzas castrenses, de las cuales es jefe supremo. Dicho en otros términos, si hoy el entramado legal lo impide, mañana estará “mi” Congreso y “mi” constituyente para cambiar la letra de la ley. Una actitud, aparte de arrogante, detestable, cuando se quieren hinchar las velas en dirección de la certidumbre que da el Estado de derecho, las instituciones, que dan en conjunto direccionalidad más allá de los vaivenes electorales que suponen la competencia por el poder, implícita en todo régimen.
Por eso, a la hora de definir a plenitud lo que es un régimen, se debe avanzar hacia los valores que lo animan, no quedarse en la simple pugna por las fortalezas del poder, como si se tratara exclusivamente de una fuerza física incontrastable.
Los dilemas se están despejando y la necesidad de preconizar la plena vigencia de nuestras libertades, ha de ser el horizonte en dirección del cual marche la sociedad. Estamos en una época –así lo visualizó el filósofo político José Luis Orozco Alcántar– de totalitarismo globalizado, en el que el Estado mismo, no se diga el que se reclama nacional, está en entredicho. En este marco, la construcción de un nuevo perfil de Estado en México, debe partir del presupuesto de que no somos una aldea aislada y que hay fuerzas centrífugas y centrípetas que le pueden abrir al país turbulencias insospechadas si el futuro gobierno actúa de manera irresponsable, necia y soberbia.
Los meses y los años que vienen no se ven fáciles. La corrupción deja un país vulnerado en la confianza, la mercancía más evanescente de la política, y las finanzas nacionales, las públicas en particular, no están ni remotamente en la bonanza. Los partidos políticos, incluido MORENA, son el corazón del régimen político y no pasan estructuralmente por el mejor de sus momentos, lo que acrecienta la tentación autoritaria, la oclocracia, el gobierno no representativo con consultas a granel que desresponsabilizan a quienes tienen la obligación de tomar decisiones.
Habrá jaleo empresarial, una recomposición de lo que es la izquierda política democrática, que obviamente llevará a deslindes y conflictos, y eso no se va a resolver imponiendo una forzada hegemonía propia de los sistemas totalitarios. Por eso es pertinente hablar de valores, de axiología política, para perfilar el régimen al que queremos arribar. No vaya a ser que navegando por dejar atrás un régimen autoritario, para buscar una democracia, lleguemos a un puerto indeseado. También las transiciones fallan, más porque una de sus características es que en el proceso no haya reglas claras y definidas.
No puedo decir que me encuentre en la decepción ni en situaciones por el estilo, porque se decepciona el que ha creído en aquello. La dimensión de la política no es nada más definida por los cargos, que ya se reparten a granel, sino la capacidad de influir desde la ciudadanía en las decisiones públicas, proponiéndose una y otra vez lo imposible para lograr lo posible. Los que estamos en esa tesitura no damos la talla de los recientes consejeros adoptados por López Obrador en las filas de la “mafia” que tanto detestó.
Para mí, el mundo es tal, que lo veo a la luz de las palabras de Fernando Del Paso, cuya muerte todo México lamenta, que escribió en Noticias del Imperio: “El trabajo, la ciencia y las artes, son más dulces que los destellos de una corona…”.