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Trump, el fascista

Todos los fascistas, independientemente de donde operan, se parecen entre sí. Las recientes imágenes de niños y niñas migrantes confinados en las jaulas de Trump son muy parecidas a los campos de concentración de Hitler en los 40, y de Milosevic en los 90 en la antigua Yugoslavia. Los tres, desde posiciones ideológicas disímbolas, en el fondo se unen por su violencia, por su racismo, por su clasismo, por su autoritarismo, y se identifican por un discurso ultranacionalista que permea, paradójicamente, con gran facilidad entre carretadas de seguidores, por modificar leyes que les permita un mejor acomodo a largo plazo en el poder. No creo que sea una exageración, ya lo hemos visto: en la intolerancia y las posturas segregacionistas expresadas en algún bar, en algún café, o en la holgadez de algún rascacielos corporativo se inician los cesarinos proyectos totalitarios.

El drama de más de 2 mil infantes separados de sus padres, madres u otros familiares indocumentados, dieron la vuelta al mundo y sólo la presión internacional de grupos, medios, organizaciones e individuos con cierta influencia masiva, provocó que el hombre que gobierna desde el Twitter diera marcha atrás –hipócritamente– a una orden inhumana pero que tenía ya dos meses operando, particularmente en el estado sureño de Texas, entidad norteamericana que juega un doble papel en la importancia de la historia norteamericana pero que en su lado sombrío caben cualquier cantidad de excesos reanimados con la llegada de Trump a la Presidencia de los Estados Unidos.

Digo parcialmente porque, como bien lo explicó Francisca Porchas, directora del Movimiento Puente, defensora de migrantes asentado en Phoenix, Arizona, sobre la engañosa retractación trumpiana, “no es reunificación familiar, es encarcelamiento familiar”. Se refiere a que el magnate convertido en presidente reculó con una acción ejecutiva en la que derogaba la orden de separar a los infantes de sus padres a la hora de detenerlos por carecer de documentos oficiales para transitar o permanecer en aquel país. Ahora, según la falsa orden benévola de Trump, padres e hijos no serán separados pero permanecerán bajo el resguardo unificador de Migración.

Con esta acción, reiteró la activista mexicoamericana, “Trump institucionaliza el encarcelamiento de las familias que cruzan la frontera en busca de refugio y asilo”, y afirmó que “esto no es ninguna victoria ni ninguna solución”, sino más bien “un plan preconcebido, para normalizar en Estados Unidos el encarcelamiento de las familias de los migrantes por tiempo indefinido. Se busca hacer de la detención de familias parte de la cultura”. Otros organismos también observaron que la acción ejecutiva de Trump “contempla la expansión de los centros de detención de inmigrantes”.

A la par, es bochornosa la respuesta del gobierno de Peña Nieto y de Luis Videgaray, su flamante secretario de Relaciones Exteriores, al enviar una nota diplomática, “muy enérgica”, en contra de las medidas adoptadas por Trump antes de su viraje a medias. Las nulas repercusiones que esa carta pueda tener es tan indignante como el papel que México ha tenido en sus relaciones con el país vecino. Pero ahora menos que nunca eso ya no le importa a Peña Nieto, porque ya se va, y al cabo de una semana se despejará el nombre de a quien heredará esa y muchas otras papas calientes, la ilusión de lo que pudo haber sido y no fue, por impericia o por una franca falta de voluntad política.

Y así como es inevitable que este ignominioso caso nos remite al pasado reciente en términos históricos, no lo es menos recapitular la llegada a Washington del xenófobo que logró seducir a millones de norteamericanos, y aun a hispanos, por la recuperación un orgullo nacionalista perverso –como todos los orgullos nacionalistas perversos–, con el carisma que explotó en programas para la televisión y después como candidato con el eslogan de “Make America great again” (Hacer que Estados Unidos sea grandioso otra vez), que se situó, primero, al frente de la candidatura republicana, y luego en la oficina oval de la Casa Blanca ante la falta de respuesta a los grandes problemas –y un Congreso adverso– por parte de la administración de los demócratas encabezados por Obama.

Sin ser experto en política norteamericana, si a lo que menciono en el párrafo anterior se le suma la obcecación de una Hillary Clinton por llegar al sillón presidencial, en detrimento de opciones menos viciadas en el Partido Demócrata, quizá otro gallo hubiera cantado, como decimos acá en México. Por eso Bernie Sanders se quedó en el camino, aunque quizá hubiera representado, desde el punto de vista de aquel país, un candidato incómodo para la clase media, que es la que finalmente llevó al poder a Trump.

Es ese aire de familia autoritario, precisamente, lo que hace que Trump se entienda, por ahora, con el mandamás de Corea del Norte y se lleve tan bien con Vladimir Putin, el avasallador reeleccionista de Rusia, absorto como esta en estos días por el deporte del balompié. Eventualmente, lo único que los haría romper sería una competencia de autoritarismos.

“Trump no está loco”, le escuché decir hace poco a un joven militar de ascendencia mexicana que trabaja para el Tío Sam, quien, desde su perspectiva, corrigió mi simpleza: “Trump en realidad es sólo un payaso que gobierna desde el Twitter”.

Lo complemento con lo que hace tiempo escribió un cantautor español: “En tiempos tan oscuros nacen falsos profetas…”. Y en esas andamos. Carajo.