Hemos vuelto. Y a pesar de la maldita bienvenida que el peñanietismo le asestó a la economía familiar de millones de mexicanos por los súper gasolinazos, una extraordinaria y espontánea resistencia ciudadana que concurrió en las calles nuevamente, nos hace pensar que no todo está perdido, que la unión de la gente, su inquebrantable rechazo a la indignidad que estos incrementos provocan y sobre todo el despliegue de acciones concretas pueden lograr lo que se ha logrado en otras latitudes, como en Chihuahua el año pasado: la caída de una tiranía, déspota e insensible a los intereses de la población, que debe servir para eso: para un cambio de régimen. No otra cosa está en el anhelo de la mayoría.

Y digo déspota porque el Año Nuevo del régimen priísta demostró, en el clímax de su arrogancia, que no va estar dispuesto a mover un ápice de su teoría macrcoeconómica neoliberal –cualquier cosa degradante que esto signifique–, que en términos reales significa un insulto al bolsillo de la gente y una burla al poder adquisitivo por el ridículo aumento de siete pesotes al salario mínimo.

El modus operandi se repite: los partidos políticos que pactaron apoyar las reformas de Peña Nieto hoy, año preelectoral, intentan deslindarse y, lo más absurdo, algunos de sus líderes hasta encabezan las protestas que hace tres años debieron estimar inconcebibles y peligrosas para sus intereses; por su parte los empresarios presionan a un gobierno electo democráticamente e intentan aplicar mediáticamente la misma receta: sólo piensan en sus pérdidas y acusan a los que protestan de desestabilizar al régimen, cuando todo mundo sabe de donde proviene esa desestabilización. El descontento es mayúsculo, pero los líderes del núcleo de los poderes fácticos en el país sólo observan, como antaño, la presencia de “intereses oscuros”.

Ciertamente los gobiernos locales no han estado a la altura, y aunque el de Chihuahua diga que está en contra de los gasolinazos, su posicionamiento vespertino de ayer cae como balde de agua fría no sólo entre los liderazgos que encabezan las protestas, los cierres de carreteras, de vías ferroviarias y toma de instalaciones de Pemex y otras dependencias, sino entre la gente común y corriente cuya rebasa cualquier discurso y cualquier liderazgo, propio o ajeno.

Enrique Peña Nieto se debe ir. Esa es la consigna mayor y es ahí donde reside, precisamente, la encrucijada del gobierno en el que la gente depositó, momentáneamente, las esperanzas en un nuevo liderazgo, que está a prueba y ya con el ingrediente de una creciente desaprobación. Las circunstancias, se reconocen, son muy especiales: tirarle golpes a una federación que tiene al estado quebrado financieramente y con el pie en el cuello en materia de inyección de recursos no parece ser buena idea. Pero de eso se tratan las definiciones: de qué lado se está.

Por hoy, el gobierno tiene dudas. Para la ciudadanía es algo indubitable: el círculo de Peña Nieto no debe seguir gobernando y hay que luchar por eso.