Ayer cumplió 30 años el PRD, producto de una revuelta cívica que se propuso llevar a cabo la revolución democrática implícita en la propuesta de desmontar el sistema autoritario, para instaurar un sistema democrático en el país, viejo anhelo mexicano inalcanzado.

Eran los tiempos difíciles de la usurpación de Carlos Salinas, de una violencia que costó cientos de muertos en buena parte del país. El PRD usufructuó el registro electoral conquistado por la antigua izquierda y en especial la de origen comunista, un acto de verdadera generosidad que luego pasa inadvertido. 

Sus líderes principales terminaron fuera del partido, como son los casos de Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y el mismísimo Andrés Manuel López Obrador. Cada uno con sus propias razones y sus propias voluntades. 

Sostengo que en su momento López Obrador no estuvo a la altura de dar el gran viraje que ese partido necesitó para ser el artífice concluyente de la transición, optó por un movimiento y eso habla de otra senda.

Pienso que durante su presidencia partidaria se trazó el dilema “después de mí, el diluvio”, y se prohijó este último, cuando lo correcto hubiera sido desterrar de las filas del viejo PRD gran parte de los vicios que se toleraron y que, con lenidad extrema, dieron al traste con el único partido que hasta ahora se ha propuesto un proyecto democrático acabado.

Hoy el PRD está muerto y de él ni siquiera se puede decir que descansa en paz.