Federalismo fiscal o colecta
Desde 1857 México es, en el texto de la ley, una república representativa, democrática, federal y compuesta por estados autónomos. En los textos de la historia oficial, el centralismo fue sepultado y se supone que pasó a mejor vida, murió. También, desde entonces, las más esclarecidas plumas políticas y jurídicas de muy diversas maneras nos han hablado del divorcio existente entre la ley y la realidad. La primera apunta en una dirección ideal y a ratos metafísica; a contrapelo, lo que hemos tenido hasta ahora es la preponderancia del gobierno central, que crece y crece a merced de lo que realmente sería una federación con estados libres, autonómicos, que sepan rescatar lo que les pertenece para su propio desarrollo. Ese centralismo ha dejado a las entidades al margen de ofrecer la solidaridad para que el país en su conjunto salga adelante y se acaben las disparidades que hoy matizan al Estado mexicano con estados atrasados, empobrecidos, al lado de otros con un estatus económico más avanzado, así se vea a la luz del modelo económico depredador que se ha impuesto al país y que ha obrado como el gran generador de inequidad y pobreza. Es el México dual y del colonialismo interno del que se habló en otros tiempos, lenguaje hoy en desuso pero no menos ilustrativo para explicarnos nuestra circunstancia.
Tomando del precepto constitucional las palabras “representativo” y “federal”, tendríamos que concluir que la primera nos estaría hablando de personeros que están al frente de las instituciones única y exclusivamente para el beneficio de la nación. El otro concepto, que nos habla de una distribución de competencias, tiene en su miga fundamental el que se ha creado una unión para que en conjunto todos seamos más fuertes, por los propios ingresos, por los que se compartan, por la solidaridad que debiera cohesionarnos como mexicanos a la hora de cerrar filas –lo pongo por ejemplo– con situaciones excepcionales, que lo mismo pueden estar aquí en Chihuahua que en Oaxaca, Guerrero o Chiapas. Es la vieja idea que los romanos ejemplificaron en un haz de saetas que daba consistencia a un sentido republicano de pertenencia.
Lo que hemos tenido hasta ahora ha sido un centralismo aberrante: las entidades están a merced del presidente de la república, de su funcionariado las más de las veces insensible a los grandes intereses de la población y, en la mayor parte de nuestra historia, un Congreso de la Unión que no representa, como debiera, al país entero. Desde el balcón de los estados, hasta ahora hemos tenido gobernadores entreguistas, claudicantes, sumisos, pedigüeños y conformistas; quiero decir, sin vocación federalista, que no es otra cosa que hablar desde el país hacia el centro para marcar las pautas en muchísimos temas de la agenda, pero particularmente en la distribución de los ingresos que devienen de la contribución fiscal y de la explotación de los recursos en que se respalda la acción administrativa del gobierno central. Si estamos postrados en las diversas regiones del país, es porque los poderes locales no han logrado concretar la más genuina y valiente defensa de los intereses locales. Esto sucedió durante mucho tiempo porque los gobernadores no eran, a resumidas cuentas, otra cosa que simples agentes del gobierno central, designados precisamente por el presidente de la república y a partir de los criterios más diversos y caprichosos que se puedan imaginar.
La acompasada transición democrática que ha vivido el país a lo largo de los últimos lustros, no nos ha traído mejores vientos. El gobierno de Vicente Fox, que tuvo la oportunidad de inaugurar un federalismo fiscal, se perdió en frivolidades, y le apareció la CONAGO como sindicato de los gobernadores, a contrapelo de la prohibición expresa, o veda de la Constitución, que prohibe este tipo de consorcios por entrañar, ni más ni menos, que la disolución del espíritu federal, negar la esencia misma del Congreso nacional y convertir dicha agencia informal en un escenario que convirtió a no pocos gobernadores de los diversos partidos en auténticos virreyes de sus regiones. Y, para cubrir el compromiso, ahí estaba la bolsa del presidente para apoyar munificentemente a algunos, controlar a otros y darles un poder del que no habían gozado nunca y que ha puesto al país en una crisis de la cual son exponentes los impresentables Moreira, Padrés, Borge, Medina, los dos Duarte, y otros muchos que si bien no están estigmatizados, son de la misma ralea.
Se ha repetido hasta el cansancio cómo se distribuye el peso fiscal; datos precisos no los hay porque es secreto de Estado. Pero supongamos que de cada peso que se recauda por nuestro atrasado esquema de fiscalidad y hacienda, 80 centavos se los queda el presidente de la república y el resto las entidades. Eso habla de que no hay un genuino federalismo que se demuestre en la equidad de la distribución de recursos, por una parte; pero por otra, convierte a las entidades en una plastilina en manos del presidente de la república y abonan en esa dirección cualquier cantidad de frases, obsequiosas y claudicantes, que nos hablan de que el gobernador de cualquier entidad debe estar bien con el presidente para lograr sus favores, acrecentar la discrecionalidad, y por esa vía no pelearse con la cocinera porque es el peor de los pleitos: priva a las regiones del bastimento necesario parar encarar sus problemas.
En el fondo está un esquema de coordinación fiscal que se ha convertido en la más poderosa ley e instrumento de control financiero. La federación ha crecido exponencialmente, reservándose para sí las mejores fuentes tributarias; ha dejado las migajas a los estados, que cuando repiensan y replantean estos temas, no les alcanza ni la voluntad ni el ingenio para encontrar fuentes propias que no se traduzcan en doble tributación, por ende condenadas al decreto de inconstitucionalidad, y de ahí a la inexistencia. En el conjunto de los grandes problemas nacionales, que apuntan a una crisis colosal en la república, se encuentra este delicado asunto. Tenemos, necesariamente, que avanzar en dirección de un federalismo real, fiscalmente demostrable por su equidad y principio de solidaridad nacional, dejar atrás la discrecionalidad y acumulación de recursos en la Presidencia de la república. Caminar en esa dirección es consolidar proyectos de integralidad nacional, especialmente a la hora en el que el imperio norteamericano, a partir de enero encabezado por Donald Trump, y todo lo que esto significa, porque sólo armados de esa manera se podrá trazar una política internacional que le dé cimiento en la sociedad mexicana, frente a la amenaza, tanto interna como externa, que se cierne en contra de todos nosotros.
En este momento Chihuahua, en el desastre posduartista, grita por sus heridas y por su carencia de recursos, lo que antes estaba velado por una complicidad de Enrique Peña Nieto con César Duarte, al que no se le ha llevado el fuego de denuncias puntuales de corrupción ya detectadas por el actual gobierno local. Hoy, a cuentagotas y de manera incoherente, se nos ha ido presentando el tamaño de la crisis, que algunos la han resumido con estas tres palabras: “Estamos en quiebra”. Nada que no supiéramos antes del 5 de junio pero que hoy debiéramos saber con mayor precisión. Salir de esta circunstancia es una tarea nacional, de gobernantes auténticamente representativos y de políticos comprometidos con el nuevo federalismo. En este marco, el nuevo gobierno que se instaló en Chihuahua habla, como en circunstancia de excepción, de “iniciar una colecta nacional e internacional si Enrique Peña Nieto no ayuda a Chihuahua con los 900 millones de pesos para el cierre del año”.
Si fuera un dardo para poner en blanco y negro nuestra ominosa realidad, sin duda que la figura retórica va a pesar, porque eso de salir a la comunidad interna y externa a pedir apoyo vía la compasión, viste bien el gran malestar que hay en esta materia. Pero no creo, de ninguna manera, que eso sea una solución de fondo, y tengo para mí que es más una respuesta coyuntural para resolver el día a día. Lo que se requiere es ir a a la esencia del problema, apoyarse en la autonomía local para reclamar el federalismo fiscal que merecemos, señalar rutas para que ningún poder se sobreponga por encima de la Unión, para convertirnos realmente en un estado con estructura federal en la materia que me ocupa. Incluso no descartar el socorro internacional para paliar la crisis, pero creo que muchos nos preguntamos el por qué no caminar en dirección de recuperar lo que saquearon los depredadores duartistas, reducir drásticamente los sueldos de los funcionarios públicos, calcular lo que se desviaba en corrupción y que se supone vamos a dejar de desviar, y lo que es nodal en esto: abrir un gran debate, local y nacional, para resolver hasta dónde debemos estar coordinados con la federación, hasta dónde esto debe dejar de ser lo que ha sido, o bien descoordinarse y redefinir el futuro fiscal, con sentido equitativo y solidario, insisto, de una república que se dice federal, pero que realmente no lo es.
Para mí ahí está el reto, porque no creo que se vaya a conmover a nadie para enviar donativos a Chihuahua con la finalidad de pagar la nómina y aguinaldos de una burocracia que ni siquiera se ha despojado de los traidores duartistas aún enquistados en el gobierno. No son la cabeza, pero ahí están donde se tejen y destejen las grandes decisiones.