Mientras la fantasía propagandística de Enrique Serrano como candidato del PRI a la gubernatura se despliega a golpe de dinero, de medios entregados y de candidatos colocados en varios partidos satélite, incluidos ya el MC y el PRD, la realidad que brota de la información más o menos concienzuda, aportada esta vez por el INEGI, refrenda lo que ya todos sabemos: el estado de Chihuahua es uno de los tres más corruptos de la república mexicana, apenas por debajo de Sinaloa y el Estado de México.

Según su Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG) correspondiente al año 2015 y publicada ayer, la incidencia de la corrupción en general pasó de 24 mil 724 casos por cada 100 mil habitantes en 2013, a 30 mil 097 el año pasado, bajo el mismo parámetro. Tal corrupción, como se divulgó ya en los principales medios del país, se observa insertada en actos que van desde meros trámites administrativos, pasando por las extorsiones de la policía y agentes ministeriales. De modo que, de acuerdo al índice dado a conocer por el INEGI, la corrupción pasó de ocupar el tercer lugar al segundo “como principal preocupación de los mexicanos entre 2013 y 2015, al moverse de 48.5 por ciento del total de la población adulta a 50.9 por ciento”.

La esencia misma de ese estudio contradice el falso discurso de Serrano, de la mayoría priísta en el Congreso y de su ventrílocuo César Duarte, al ufanarse como garantes de la transparencia y afines a la creación de una fiscalía anticorrupción en Chihuahua. El burro, dirían en mi pueblo, hablando de orejas.

Pues de ese tamaño –imagine usted las orejas del burro– es la paradoja chihuahuense: los candidatos priístas promueven actuaciones futuras contra la corrupción cuando a diario y reiteradamente ciudadanos, la sociedad en general y algunos medios de excepción les sacan a relucir sus trapitos al sol, casi en cualquier ámbito de sus actividades públicas: en la falsa autonomía universitaria, en las mentiras laborales y la expansión del miedo hacia sus propios burócratas, en el acumulamiento de ranchos y negocios, en la venta de medicinas, en la invasión (y compra) de partidos y dirigentes de partidos para contar con alfiles y peones en las próxima contienda electoral, en la adquisición de algún banco… La lista puede ser interminable de aquí al 5 de junio.

A lo largo de este maltratado sexenio chihuahuense, el denominador común es que Duarte, a pesar de acusar de delincuentes a sus críticos, ha tenido que tragar saliva cada vez que las propias instituciones en manos del propio PRI hacen sus cuentas y Chihuahua sale reprobado. Lo mismo ha pasado con las recurrentes observaciones de la Secretaría de Hacienda, con Videgaray a la cabeza, en términos de deuda pública, que con asociaciones civiles, académicas y multidisciplinarias: Chihuahua anda muy mal en democracia; Chihuahua anda mal en servicios, transporte y seguridad pública; Chihuahua anda mal por la pobreza de no pocos lugares urbanos y por la pobreza extrema en varias zonas del medio rural y étnico… Y aquí la lista también es nutrida.

Pero, a pesar de ello, el duarte-serranismo insiste en pintar un mundo diáfano, teñido de un color rosa con la suficiente y no excedida dosis de dramatismo que le reditúe votos, y con el cinismo tan característico del PRI en el que puede hacer aparecer peces en el desierto e incrementar los litros de vino a partir de una sola copa. (En este apartado tal vez por asociación eviten multiplicar los panes).

Ojalá que, como lo ha hecho el INEGI y muchas otras instancias civiles, ciudadanas y académicas, los chihuahuenses salgan el 5 de junio a darle una dosis de realidad al duartismo y reviertan, en el futuro inmediato, las malas nuevas de que Chihuahua quiera repetirse en el lodo de los números rojos de la corrupción, la deuda pública y el despilfarro. Chihuahua no aguanta más a un mequetrefe como Duarte y a su heredero político, Enrique Serrano.