En la prensa convencional se han publicado dos o tres opiniones interesantes sobre Marcelo González Tachiquín y su renuncia al PRI. Interesantes en la medida en que recapitulan la trayectoria del político, sobrevaloramiento de su presencia intelectual, sin faltar los que estimaron que su actitud se convierte en la más dura crítica al cacicazgo duartista. Pero vale la pena emplear la conocida anécdota sobre la medición de la estatura de Napoleón Bonaparte, que para algunos, que lo veían diminuto, empezaban en la cabeza y terminaban en el suelo; y para otros, iniciaban en la cabeza y concluían en un cielo infinito, con lo que se ha alimentado el gran mito del Corso.

El empleo, nada más ajeno a una intención discriminatoria, tiene por finalidad marcar el preciso punto fronterizo entre un pasado y un futuro. Es el pasado del político en cuestión: veintitrés años que se presumen por el grado de conciencia y entrega a un partido con pestilente olor a formol de muchos años atrás, pasa por sucesos extraordinarios que no le hicieron mover al exsecretario de Educación ni una ceja para mantenerse fiel, siempre fiel, al PRI. Enumero tres o cuatro hechos: la guerra chiapaneca y la insurgencia indígena; los crímenes impunes de Luis Donaldo Colosio y Francisco Ruiz Massieu; Aguas Blancas, Acteal, Tlatlaya, Ayotzinapa, Chihuahua durante el corrupto duartismo, del cual fue cómplice. Para el renunciante todo esto no fue motivo de mayor inflexión; hubo necesidad de que se presentara una coyuntura sucesoria en la que no se obtuvieron los beneficios buscados para romper… y rompió, ganando una fama de circunstancia justificada porque en una provincia carente de información, esto suele ser importante y no, por ejemplo, el cómo se ha destrozado la división de poderes, teniendo como evidencia el entreguismo lacayuno de José Miguel Salcido Romero.

Ese es el pasado del que aparentemente se avergüenza González Tachiquín, ya que en realidad su ruptura está cubierta de retórica y fraseología, que lo mismo sirve para una cosa que para otra, y si me apuran un poco, hasta para lo que sea, incluido un triunfal regreso del hijo pródigo que abandonó la casa hablando bien del padre. Pero todo eso, como se le quiera ver, explicar, complementar y justificar, es nada frente al reto del futuro que le espera. Ahora sí tiene, lo que le resta de vida –se la deseo larga–, para demostrar de qué está hecho, cómo va a reestructurar su personalidad, demostrar que la ruptura es auténtica. En otras palabras, está ante el reto de que se contraste su pasado con su futuro, y por ahora nada más está acreditado el pretérito. Entonces, puede ser que la vara con la que se midió a Napoleón vaya de la cabeza al suelo. Y, como bien se sabe, el cielo está muy lejos, y más para los herejes, cuando lo son, que si no, simplemente se van al purgatorio.