El viejo enfoque para la interpretación de las transiciones democráticas de las últimas décadas, nos habla de una frecuente ruptura en el bloque político dominante, partido en dos: los “duros”, que se obstinan en que todo permanezca igual, inalterado; y los “blandos”, que suelen poner en acción una especie de flexibilización que permite liberar fuerzas y evitar tensiones, también como estrategia para preservar lo establecido. Quiere esto decir que de alguna manera transición es ruptura, que puede empezar por un proceso de liberalización y pluralismo que tolere a los oponentes del autoritarismo que en esencia buscan dejar atrás un régimen obsoleto para dar paso a otro de carácter democrático. Esta esa una visión, como también hay otras.

En México la búsqueda, construcción y consolidación de un sistema democrático pasa por un ciclo de coagulación, si nos atenemos a la caracterización hecha por Porfirio Muñoz Ledo. Cuando se aborda la historia del último ciclo largo tenemos, cuando menos, dos momentos a examinar, y uno de ellos se sitúa precisamente en tierra chihuahuense: 1983, con la primera derrota histórica del priísmo a manos de un movimiento democrático de profundas dimensiones y que tuvo su encauzamiento por el Partido Acción Nacional, cuando se hizo de gran parte del poder municipal (Juárez y Chihuahua que abarcan buena parte de la población de la entidad). Luego vino el gran desafío de 1986 y con el “fraude patriótico” se impusieron las razones de partido y Estado y se entregó el triunfo al PRI y a Fernando Baeza Meléndez, con ausencia de legitimidad, pues realmente existen los elementos suficientes para demostrar que no ganaron en las urnas, dando paso a una usurpación que luego se fue edulcorando con un legitimidad secundaria, más de arreglos cupulares que de raigambre social. El Chihuahua de 1986 tuvo en la elección federal de 1988 una reproducción ampliada: Carlos Salinas de Gortari no ganó la Presidencia ni la mayoría de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, y de nueva cuenta las malhadadas razones de partido y Estado prevalecieron y se inició el ciclo más claro de ruptura con el autoritarismo, planteando como indispensable que México conquistara una democracia y la consolidara.

En ese sentido, la ruptura de los 80 marcó la historia contemporánea del país sin que hasta la fecha nuestra democracia se haya consolidado en aspectos esenciales: un real sistema de partidos confiables, elecciones verdaderamente limpias y competitivas, sistemas de rendición de cuentas y particularmente Estado de derecho. Resulta difícil afirmar que estamos igual, de entrada porque no es cierto y eso a nadie convence. Los hechos están ahí, con un año 2000 que se malogró en la frivolidad y un 2006 negro que no dio certidumbre de que hayamos logrado el sistema democrático, y el 2012, cuando regresa el Ogro ya sin el apellido de Filantrópico. La ruptura de los años iniciales ya no son las rupturas de hoy, por más que los rupturistas nos vengan con el discurso de que han mutado racionalmente de piel, porque finalmente se dieron cuenta del pasado que los sienta en el banquillo de los acusados. En esa línea, el PAN, el PRD y MORENA (para no referirme a otras denominaciones partidistas francamente detestables) iniciaron un proceso de recepción de priístas indiscriminado que se emblematiza más que suficientemente en un Manuel Bartlett Díaz, reconvertido en un demócrata revolucionario. Bien ha dicho en una de sus novelas Juan Villoro, que a México lo que le ha faltado es honor.

Quizá lo anterior es una especie de elipsis para examinar la coyuntura chihuahuense. El bloque de los “duros”, encabezado por César Duarte, pretende reencarnar en Enrique Serrano y, negando todo andamiaje flexibilizador, se deja ir en contra de los propios adherentes a este viejo partido, realizando un gran reparto que reduce a simples cosas u objetos inertes a los actores del PRI que buscan reacomodarse en el poder. Al más puro estilo feudal pretenden entregarle a Héctor Murguía, por tercera ocasión, el municipio más importante de la entidad: Ciudad Juárez. Al grupo de los Baeza –tío, sobrino y entenado– el segundo municipio más importante y políticamente significativo por ser el asiento de los poderes del estado. El prospecto de gran nivelador, experto en exigir pisos parejos, se retiró de la escena tan pronto obtuvo su parte, y con un cinismo rayano en lo escalofriante, se dejó de hablar de la tragedia del Aeroshow que se empleó para dirimir espacios de poder político, al grito soterrado de que de las víctimas se apiade Dios ya que la justicia terrena no alcanza. A Javier Garfio, violando la Constitución, se le permite prácticamente renunciar al cargo para convertirlo en enclave duartista en la campaña de Serrano, entregando el gobierno municipal al dandy ganadero Eugenio Baeza Fares.

Todos estos movimientos se dieron al alimón de la insurgencia de candidaturas independientes, bienvenidas en cuanto a su legitimidad como instrumento de expresión de la pluralidad existente en Chihuahua y como rechazo a una partidocracia con pretensiones de afincamiento permanente, de raigambre empresarial y por tanto carentes de la inclusión que supone toda divisa democrática. Sin duda estas candidaturas abren un boquete muy fuerte que golpea las posibilidades del Partido Acción Nacional para una disputa real y a fondo contra el PRI, esto sin olvidar una historia reciente de complicidades con el duartismo que ensombrece al viejo partido de Gómez Morín en una entidad en la que echó raíces muy fuertes.

He sostenido, con poco éxito, la idea de que Chihuahua se puede rescatar para un proyecto democrático, que liquide al autoritarismo, la corrupción y la impunidad. Pero eso no se va a lograr como una especie de milagro, tampoco sin la vertebración de un frente amplio ciudadano. Hay que sudar para hacerlo posible y he aquí la miga esencial de este texto: el cacicazgo de César Duarte ha venido a demostrar que la gran rémora histórica que es el PRI no tiene capacidad de redención hacia adentro y que hoy da muestras inequívocas de desmoronamiento hacia afuera. A través de un movimiento social, si los chihuahuenses se decidieran, haríamos trizas la tiranía. Pero no son pocos los actores que pudiendo impulsar esto como algo primordial lo dejan en manos de la negligencia, a veces interesada. ¿Qué se espera de la elección? Con el voto altamente fraccionado, con unas elecciones híper reglamentadas y con tiempos políticos secuestrados, al priísmo le bastaría su voto duro para encaramarse cinco años más en el poder, y por esa vía abrir un ciclo más en su favor. Veo en la escena exclusivamente proyectos de poder, no programas de grandes transformaciones ni músculo apostado para lograrlo. En el caso de un partido emergente como MORENA, todo parece indicar que va por una cuota similar de votos a la que obtuvo recientemente en Colima (menos del 1%) y que las tiranías regionales continúen inalteradas.

La disciplina en el PRI se mantiene con cadenas, de oro, de canonjías, de promesas, de repartos en dinero. A pesar de eso, en el priísmo chihuahuense está larvado un malestar que los demócratas debieran tener en cuenta para combatirlo con eficacia. Ese desasosiego está distante de las rupturas que se dieron en la calle en los años 80 de Chihuahua, y también del real resquebrajamiento que abanderaron Cárdenas y Muñoz Ledo. Es un malestar por intereses y ambiciones trastocadas También se expresará en huelga de brazos caídos y síntoma de que en el naufragio es típica la huída de los roedores. De todo esto hay. Lamentablemente no conocemos los entresijos de estas rupturas porque al no ser de fondo, lo anecdótico cobra la calidad de categoría analítica, pero esas todavía no salen a la luz pública.

En ese marco, esta semana se conoció la renuncia al PRI de Marcelo González Tachiquín. Deja atrás, e impune, cinco años de complicidad con el cacicazgo. Él, que tenía a César Duarte como “una autoridad moral absoluta” (El Heraldo de Chihuahua, 1-IX-2015), ahora nos canta la canción de que “el partido no evolucionó a las nuevas exigencias de la sociedad”. ¿Lento aprendizaje del exsecretario de Educación? Nada de eso. Intereses, intereses y más intereses. Al menos eso se desprende si se tiene como premisa que el renunciante es master, pasó por la Universidad Complutense y se le tiene por herr doktor. Cuando Karina Velázquez, la (sub) presidenta estatal del PRI, dice que son más los que llegan que los que se van, quizá tenga razón en su visión cuantitativista, porque a final de cuentas, tanto para ella como para su jefe César Duarte, mientras La Negra Tomasa esté en su lugar, habemus PRI.

Esa es la historia de los “duros” y también de sus abyectos epígonos.