Inicio con un recuerdo: hace poco más de cincuenta años, al influjo de un maestro de mi escuela secundaria, pedí a una librería de la Ciudad de México el envío por cóbrese o devuélvase el libro El hombre mediocre, de José Ingenieros, producto de una orientación positivista ya superada hacia 1913 cuando se publicó el afamado volumen en la Argentina. Lo leí como se lee una obra muerta y sin percatarse de ese hecho; prácticamente lo aparté de mi vida y ahora me doy cuenta que tengo necesidad de volver a él cuando reflexiono en torno una persona que encaja suficientemente en la tipología de mediocre que reseñó el culto escritor sudamericano.

Cómo no, se trata de un ser incapaz de utilizar su inteligencia para concebir ideales consistentes, es sumiso a la inveterada costumbre y no se diga a las rutinas, cargado de prejuicios cae en la domesticidad absoluta y ajeno a los valores de la individualidad pasa a formar parte del rebaño, sigue a quien trae el cencerro, no cuestionando nada y actuando con ceguera proverbial. En otras palabras, siempre apegado a la definición de mediocridad de don José (Ingenieros, desde luego), es dócil, maleable, carente de personalidad y, para efectos de mayor comprensión, vegetativo; lleva una vida acomodaticia y convenenciera, vil, cobarde y por ende traicionera. La tipología no para ahí, tampoco quiero abundar en minuciosos detalles, pero no puedo omitir que el mediocre es diestro en el arte de medrar, que bien se describe en el manual del trepador de Maurice Joly.

La necesidad de volver al viejo texto es porque me auxilia para comprender lo que pasa con los hombres de la tiranía al servicio de César Duarte, y si bien la tipología ya no se sostiene como una herramienta sociológica, bien se puede aplicar a seres que viviendo ahora forman parte de un remoto pasado. Los hechos brincan a los ojos y al cerebro: la tiranía ha generado una especie de clase política safia, sin sentido común, de percibir como reyes a los tuertos porque se carece de ojos. Esos hechos se pueden describir sumariamente así: Miguel Salcido Romero, de cuna priísta, y hasta jactancioso “villista”, a la hora en que el PRI se empieza a quebrar, inicia a torcer sus pasos en dirección de la derecha empresarial, estilo COPARMEX; como abogado comparte bufete con panistas que luego destacaron, lo que permite que el PAN lo impulse en una carrera que lo lleva de participar en modestos cargos de servicio electoral, a la magistratura en el Tribunal Estatal Electoral, de ahí a la presidencia de ese organismo (advirtió que el viento soplaba en favor del PRI y se dejó llevar por él) y, con la velocidad del rayo, la amistad de Duarte y la coterraneidad, pasa a ser magistrado de la sala llamada pomposamente “de control constitucional” del Tribunal Superior de Justicia, a la presidencia de este último, y por un golpe de estado previo que aniquiló la independencia del poder Judicial, se torna cabeza de ese poder del estado. No está de más subrayar que presumió amistad con Enrique Peña Nieto y hasta se “candidateó” para gobernador del estado, a sabiendas de que no satisfacía requisitos constitucionales ineludibles. Todo lo esperaba del dedazo.

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Duarte y Salcido. Tiempos felices.

Ya instalado en esa presidencia se pone al servicio completo del cacique, quien lo mueve al cargo de secretario de Educación; es decir, a un puesto en la administración central en el cual es absolutamente dependiente de las órdenes del titular del poder Ejecutivo (perdón por el empleo de estas categorías que no tienen cabida en el premoderno Chihuahua). En lenguaje coloquial y de refrán, no comprendió que le venía mejor ser cabeza de ratón que cola de león. Continúo: para arribar ahí pide licencias en el Congreso y en el pleno del Tribunal, que se conceden sin chistar porque el lema actual es que “el poder es para poder”, y si la Constitución y la división de poderes estorban, peor para ellos. El mismo Salcido dijo públicamente, hace dos o tres días, que se instaló en la zona de confort de secretario de Estado y hasta iba a continuar la “revolución educativa” tachiquinesca. Pero no duró ni un mes en el cargo cuando chanate habemus. El duartismo había decidido deshacerse de él, y Salcido Romero, olvidando su mediocridad, quiso emprender su propia “revuelta”: renuncia en secreto al cargo de secretario, se asume magistrado y, como en las viejas monarquías feudales, pensó que la presidencia del Tribunal era de su propiedad, y a ella regresó como si se tratara de los cuacos que monta cuando participa en las cabalgatas villistas. Pero se topó con pared. Otro mediocre, Gabriel Sepúlveda, ya estaba atrincherado y con la bendición caciquil. Salcido amenaza con un amparo por la ruptura del orden jurídico, así lo declaró en una estación de radio, manifestando que meditaría ese importante paso toda la tarde y noche que tenía por delante; pero, ¡qué docilidad!, por la tarde renuncia a todo, solicita su jugosa jubilación, se le concede por el atequilado Sergio Martínez Garza, y aquí no ha pasado nada. Se especula que además lo recogió Enrique Serrano en su seno. Cosa de rebaños.

Si esto que he narrado fuera una farsa o una comedia del género chico, sonaría a humorada de circunstancia. Pero no es así. Se trata de una realidad que golpea fuertemente la vida de la sociedad chihuahuense, que la daña en su columna vertebral, que quebranta el Estado de derecho, que nos enruta a una decadencia completa y amenaza con acercarnos cada vez más a una despiadada dictadura que Chihuahua no merece, pero que el cuerpo ciudadano parece tolerar y quizás por no entender el grave problema, porque los medios de difusión todo lo distorsionan, se quedan en el anecdotario y hacen de estos hechos algo tan efímero como el paso de un chanate de un alambre a otro en una mañana fría.

No pocas veces me pregunto si cuando uno trata estas cosas con categorías más acordes con los avances de la ciencia política, no logra comunicarse adecuadamente con los lectores. Y que entonces las categorías viejas son las que sirven, porque precisamente corresponden a esas personas envejecidas, a esos funcionarios mortecinos que huelen a cadaverina y que están instalados en el poder y que además lo quieren refrendar con el poder mismo. No crean que estoy abdicando y adhiriéndome a un pensamiento envejecido por otro que está vigente. No pienso así, pero no quiero dejar de reconocer que hablar de José Miguel Salcido Romero, el jubilado, al que ahora todo Chihuahua le pagará su mediocridad hasta el día en que Dios lo llame a su diestra, porque siempre ha estado en la diestra, es, siguiendo el pensamiento de José Ingenieros, un hombre sin voluntad que se propuso volar y acabó arrastrándose, que persiguió la excelencia y se enlodó en ciénagas.

No cabe duda, el crimen sí paga, y Salcido ya gozará vitaliciamente de su jubilación. ¿Hasta cuándo, Chihuahua?