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No es el caso de que una columna como esta hurgue en la ciencia médica para catalogar el comportamiento del cacique mayor, César Duarte, frente a los reclamos que le formuló con valor cívico el joven Marcelino Gómez Brenes. Si dijéramos esquizofrenia, bipolaridad o histeria quizás acertaríamos, pero nos quedamos en una crítica que más tiene que ver con la falta de estilo de alguien que ejerce el poder y está en medio de la crítica y la censura sociales, además legítimas. En realidad lo que sí podemos afirmar es que Duarte simple y llanamente se comportó como un fanfarrón y bravucón; además, por el séquito de guardaespaldas que lo envalentona. Si yo tuviese el gravísimo defecto de ser priísta, me avergonzaría de Duarte. Tendría eso que se llama pena ajena. Y no es para menos, porque el osado joven le reclamó algo real y concreto como es el endeudamiento del estado; le recordó además que la justicia, siendo lenta, de todas maneras llegará, y es un hecho notorio que Duarte está bajo investigación de la PGR, de tal manera que el señalamiento que se le hizo en el templete mismo, donde vio marchar macilentos los contingentes de las corporaciones, tiene fundamento y hasta puede ser un deber ciudadano formularlo.

Veamos el mensaje corporal que se advierte en el video:

Acostumbrado a la loa y la adulación, Duarte creyó que Marcelino iba a saludarlo, pues su estrecha mentalidad no le da para más si se auto concibe como una especie de encarnación de todos los dioses del Olimpo. Pero cuando recibe los puntuales señalamientos de Marcelino, él reacciona como un Zeus tronante para vociferar el “eres un loco, no sabes ni lo que hablas, estás envenenado”, para luego catalogarlo como delincuente. O sea, bravuconería pura y quizá alguna patología que tenemos que estar pagando porque se traduce en decisiones revestidas de gobierno. Y se comprueba esto si los guardias –entre ellos el señor Izquierdo, golpeador el 28 de febrero a Unión Ciudadana– trataron de “persuadir” al valiente joven de que pidiera una disculpa, pensando justamente que no sabe ni de lo que hablaba, o que era un loco, un envenenado (el lenguaje de la Guerra Fría persiste), o un delincuente que requiere de la benevolencia del que expende impunidades e indultos.

No cabe duda, Duarte está nervioso, impaciente, intranquilo, sabe que las cosas no van bien para él y además advierte que el espacio donde se puede mover es cada vez más estrecho, pues cualquier paso que da en público se le convierte en la adversa circunstancia para ser increpado, justa y correctamente increpado.

Medicina aparte, las categorías políticas son las que valen para concluir que esta tiranía se cae a pedazos, cada hora, cada día que pasa. Lo dije en mi cuenta de Facebook: necesitamos muchos marcelinos. Más que un Freud en el camino, espero el funcionamiento de las instituciones y la fortaleza ciudadana para la mejor terapia que el caso necesita.

 

René Frías Bencomo, otro bicho en la vitrina de los desplegados

 

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Si usted quiere informarse de quién es el profesor René Frías Bencomo, le diremos con certidumbre que es un líder charro, producto del gordillismo pripanalista. Además, recordadado de ahora en adelante como el que esquilmó a todos sus representantes en pleno mes de diciembre de 2014 con una “cuota extraordinaria”, equiparable a un robo en despoblado. Sucede que en estos últimos dos o tres días menudean en las páginas de los diarios locales no pocos desplegados felicitándolo por su tercer año de gestión al frente de la Sección 42 del SNTE. Burdo culto a la personalidad, prohijado en las esferas de los estilos del duartismo. El desplegado adulatorio como género periodístico ya se había ido, para bien de todos. Regresó con nuevos bríos con el PRI. Lo único raro es que la foto de Frías Bencomo que se reproduce en las planas de los periódicos no vayan adosadas de un buen sombrero charro y unas brillantes espuelas. Probablemente no quiere quedarse atrás del narcisco que encabeza la Sección 8 del SNTE, aquel que un día se auto erigió una placa con su nombre para una escuela, quizá para la desgracia de los alumnos y las alumnas.

Son cosas de la vida cotidiana que parecen no significar nada, pero hay que documentarlas porque forman parte de una gran infamia.