miguel-salcido-12dic2014

No hablaré del Miguel Salcido que, a decir de él mismo, llegó a tener una cabellera envidiable, sostenida por una tatema que hoy empeña sus días en convertir al Poder Judicial del Estado de Chihuahua en la más abyecta de las instituciones. El presidente impuesto a Poder Judicial fungió como orador huésped en la graduación de los alumnos del Instituto Tecnológico Superior de Monterrey en cuyas aulas, como corresponde a un buen hijo del jefe del frente villista que es su papá, cursó su formación profesional. Regresa a la vieja escuela no como el hijo pródigo sino como aquel que llega con las manos ocupadas por ser el comisario de Duarte en el envilecido Poder Judicial de Chihuahua. Lamentablemente pocos alumnos se percatan de esta circunstancia, y en el regocijo del momento, lejos están de darse cuenta que escucharon un discurso seguramente redactado por encargo, pero sobre todo absolutamente retórico, porque si a los autores a los que cita (Gregorio Peces-Barba y Giles Lipovetzky) les siguiera al menos un centímetro de lo que postulan, no estaría besándole los pies a su amo cada vez que puede, defenestrando al poder garante del Estado de Derecho aquí en Chihuahua.

Nos viene con la nueva, que por cierto no es tan nueva, de que el discurso moderno del deber ya no está en el corazón de nuestra cultura; como que le duele la muerte de Kant, aunque le encante la voz de Duarte. Ahora ve un mundo sombrío en el que la moral del cinismo se dio ante el culto de la esfera privada y la indiferencia hacia la cosa pública (¡zas!).

Mejor hubiera hablado de su fábula, de la propia, de cómo abandonando el civismo se convirtió en unas cuantas semanas de presidente del Tribunal Estatal Electoral a magistrado de una sala del Supremo Tribunal de Justicia y de ahí a presidente de éste y, sobre todo, en digno sucesor del inefable Javier Ramírez Benítez y por tanto en edecán de todas las fotos en las que acompaña a su amo. No tiene límites su incongruente discurso, pues reconoce que “frente a una sociedad que en ocasiones (sólo en ocasiones) tergiversa los valores, que confunde lo bueno con lo malo, que privilegia lo superficial y premia la avaricia…”, etc., etc., y se olvida de decir que esos valores para él no existen en la esfera pública y que la avaricia (cuídese porque es pecado capital y más en un estado consagrado) es el lema de quien lo puso en el cargo.

Creyéndose la Ariadna del mito griego, hasta se da el lujo de hablarnos de laberintos que sólo se pueden ver bien desde arriba (aquí hago of course) y hasta nos habla de sus “pasadizos indescrifrables”, como el que le construyeron a él para llevarlo al cargo, porque en una época de valores y en el que se ha dejado atrás el rigor del deber, bastaba ser parralense para designarlo. No perdió la oportunidad, tampoco, para hablar de los “entresijos de la corrupción”, precisamente haciendo omisión tanto de los entresijos como de la corrupción misma.

Ciertamente que en los fervorines de los curas y los discursos de graduación se pueden decir estas y más cosas, rídiculas las más y luego degradadas por el correr del tiempo. Pero tengo para mí que en este caso, el de la envidiable cabellera de entonces, tonsurado hoy, unió el cinismo a la vileza.