Se trata de una burla del destino: César Duarte promovió su precandidatura apoyándose en sus muy latinos nombres y se caló los laureles sobre su cabeza para presentarse como una especie de emperador en ciernes. Esta burla continuó cuando nos espetó a los chihuahuenses la frase de que “el poder es para poder y no para no poder”, dando muestra de su superlativa ignorancia en el tema, en un mundo en el que el poder ya no fue lo que es. Inició, como era natural por ser lo único que estaba a su alcance, un gobierno caciquil en el que él se colocó en la cima y de ahí hacia abajo sus coterráneos, amigos, compadres, parientes, cómplices. Como buen cacique norteño, de esos que se dieron luego del triunfo de la Revolución, lució enchamarrado, con pieles lustrosas, y desde luego con la infaltable tejana y en algunas ocasiones con botas. A tales gustos adosó su afición por los caballos pura sangre, más cuando eran regalados, y toda la secuela del rastacuerismo que uno pueda imaginar. Pero le faltaba la corona, no la de emperador, no los laureles romanos, sino la corona que su tatema requería y, tesonero que es, la fue a buscar en las gélidas tierras del Canadá maravilloso. Allá, el alcalde de Calgary nos coronó a Duarte: le entregó, y probablemente caló en su cabeza, el Sombrero Blanco que se otorga, supuestamente, a personas destacadas por prodigar seguridad a sus paisanos.
Ahora, esa tatema de la que ya brota cabello nuevo, y qué bueno porque por experiencia propia sé que el frío entra duro por la cabeza, está tocada por un sombrero que no sé a quien se le pudo ocurrir como condecoración. Pero cada quien escoge los símbolos que mejor le atraen. La noticia no fue feliz en los círculos cercanos al cacique, porque no fue a César al que se le entregó por primera vez, como todo lo que acontece en Chihuahua para el mundo: fue el cuarto ser del planeta ensombrerado, para la mayor gloria de su séquito, en el cual se encontró Marcelo González Tachiquín, que probablemente haya ido a a aquellas tierras a hacer una revisión histórica de registros decembrinos de temperatura para aplicarlos a la educación de Chihuahua. En buena hora que es mexicano el secretario de Educación y no holandés, danés o alemán, porque se convertiría en una especia de Atila frente a todas las escuelas, o de repartidor de cobijas, que es lo mismo.
Cuando acá en el terruño lo coloquial es llevar una gorraprieta, Duarte porta la blanca que antes se le entregó a los duques de Edimburgo (leí una crónica perdida en un periódico canadiense que narra como los duque perdieron sus tejanas en el avión de regreso a Escocia). Un político local de Alberta y un político que, guardadas las proporciones, sería el César Duarte de California, me refiero a Schwarzenegger, el republicano El Terminator.
Para documentar mi optimismo, esta mañana afirmé, y ahora lo refrendo, que con sombrero blanco o sin él, Duarte partirá a un viaje sin retorno a la política. Empezó con laureles y terminó con el fieltro blanco entre sus sienes.