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Reconozco que todo paralelismo histórico puede derivar en una interpretación forzada de la realidad. De todas maneras, es un frecuente ejercicio para analizar una coyuntura presente a la luz de una experiencia pasada. Pongo estas palabras como una especie de adelanto escéptico para lo que voy a expresar. El estado de Guerrero tiene en nuestra historia un brillo especial, doloroso permanentemente, pero también con momentos de enorme relieve en la historia de nuestra república. En esa parte de nuestro país se refugió y mantuvo viva la llama de la Independencia a la hora de consolidar la separación de España para tomar el estatus de Estado independiente y pactar con las fuerzas que encabezó Vicente Guerrero fue indispensable; entonces hubo un pacto entre adversarios para separarse de la corona borbónica, pero en lo fundamental el país continuó con prácticamente todas las inercias de la era colonial, a contrapelo del cual navegó un liberalismo que brilló por su contundencia y sagacidad, con José María Luis Mora y otros próceres.

Para romper con tres décadas de México independiente, de tiranía, reacción, conservadurismo y de una ausencia de Estado, se inició en Guerrero, de nuevo, la revolución de Ayutla en 1854, encabezada por Juan Álvarez y un ramillete de liberales, entre los que estuvo Juárez, y se emitió un plan para desconocer al santanismo, nombrar una presidencia de la república provisional y convocar a un congreso constituyente para consolidar un Estado moderno para México. Con las armas, esta revolución triunfó y se emitió la histórica Constitución de 1857, magistralmente interpretada por don Daniel Cossío Villegas; pero no fue fácil que los terratenientes y el clero que se autoconcebía como un poder omnímodo, se avinieran con los nuevos tiempos y llegaron, de nuevo, tres años de guerra que le dieron el triunfo a los liberales en Calpulalpan, decretándose las Leyes de Reforma, con Juárez a la cabeza. De nuevo el revanchismo se impuso y se buscó en una casa austriaca la construcción de un imperio para que el colonialismo persistiera y, de nueva cuenta, en una guerra desigual, los liberales triunfaron, entre otras razones porque comprendieron que la guerra sin la política es nada y ésta prevaleció, y México se incorporó durante unos años a un ejercicio democrático, ejemplar, de poder, que nunca más se ha repetido en el país.

No me adentro en la reflexión de por qué llegó el porfiriato porque ese tema, al igual que el trance de la revolución que se inició en 1910, no me dan la miga que necesito para la propuesta que pienso puede derivar de una buena ruptura, con resultados tangibles, como la que se dio a partir del Plan de Ayutla. Me explico: en el tiempo mexicano actual y después de los dolorosos sucesos que se asocian a los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala, jóvenes estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, se manejan en el discurso que se escucha en plazas públicas y en las calles propuestas de la magnitud de exigir la renuncia de Enrique Peña Nieto, de que padecemos una clase política corrupta y corruptora hasta la médula y la famosa frase ¡que se vayan todos! se deja oír con fuerza y furia. Se ve acompañada de llamamientos a las armas y a la violencia que se tilda de revolucionaria. Casi casi quebrar los moldes actuales para volver a vaciar el bronce de nuevas instituciones para un futuro luminoso, retórica muy cara a los oídos del radicalismo. Esto me mueve a pensar en deslindar lo que es la política hoy de los peligros de la antipolítica para un día después.

La política la han desprestigiado con hechos y persuasión quienes se sirven del poder para alentar sus intereses, imponer su visión de la economía excluyente, desdeñando a las grandes y plurales mayorías que integran el pueblo de México. Por eso, muchos al olfatear lo político, de inmediato arrugan la nariz y mueven la cabeza en sentido negativo. Pero la política, a pesar de eso, debe ocupar ahora a miles y miles de mexicanos para alentar una ruptura con un pasado que se trata de imponer con el fermento de viejos moldes que ya dieron de sí y deben desaparecer de la faz del país.

Entre ellas, la idea de que sólo con las armas se puede transformar a México. Pero, a la vez, si la liberación de la enorme energía que hoy se expresa en derivación de los crímenes de Iguala no se abre a un programa nacional de grandes transformaciones, de gran aliento al empuje de una juventud y nueva generación, a cuyo golpe se puede refundar la república, estaríamos perdiendo una gran oportunidad. Quiero decir que Ayutla es el ejemplo para dejar atrás el poder autoritario de los priístas, el empleo de las instituciones como una fachada, la perversión de los partidos políticos, la actividad política como un negocio para enriquecerse, la simulación, el crimen, la connivencia del Estado con el sicariato y el narcotráfico y la corrupción, al lado de su hermana gemela, la impunidad. O sea, ayer el desconocimiento del santanismo y los cuartelazos, del México de la religión y fueros; ahora, el derrocamiento de un poder presidencial omnímodo, irresponsable y depredador del país. Romper con el pasado, ver que la energía social impone rectificaciones tangibles, que se puedan cortar, palpar, sentir, para convencernos de que las transformaciones que México requiere se han puesto en ruta.

Pongo ejemplos: si los desaparecidos de Ayotzinapa sólo van a dar para una arqueología sobre la que se llenarán muchos volúmenes, como aquellos textos que doña Eulalia Guzmán escribió cuando sostuvo el hallazgo de los restos del último emperador azteca, Cuauhtémoc, habremos fracasado. Se necesita poner en el banquillo de los acusados a quienes son responsables de esto, que paguen sus crímenes, que la justicia aflore, por dolorosa que sea, en cuanto a la información precisa y transparente que ya todo mundo asigna a esta barbarie. Que el escándalo de la “casa blanca” de la Gaviota no quede en la desvergonzada salida de Enrique Peña Nieto que se cifra en la frase mi esposa explicará. Porque, a final de cuentas, no es en sí lo que valga el inmueble sino lo que emblematiza un ejercicio de poder que millones de mexicanos detestan y que se conoce como presidencia imperial, despótica e impune, y que aquí, en nuestro estado de Chihuahua, la acusación contra César Duarte no quede marcada por los denuestos de un tirano que por más explicación afirma que él simplemente está bien plantado, que a él nadie lo mueve, haya hecho lo que haya hecho. Si cosas como estas no tienen remedio ahora, no se van a remediar mañana en tanto se mantenga una lucha electoral de simulaciones, sofisticados fraudes y predominio de empresas como Televisa y Televisión Azteca. Entonces y sólo entonces, la apuesta por la política y el Derecho cederán al México bronco al que se refirió Reyes Heroles cuando arrancó la reforma política de los años setenta; me refiero al discurso que tomó por escenografía a Chilpancingo, Guerrero, y no por azar. Los que cierran puertas no pueden quejarse de que vengan otros a tirarlas.

Para encarar esto no necesitamos armas, necesitamos percatarnos de que hacer política es la demanda central, que lo vamos a hacer recurriendo a enormes demostraciones públicas, con la no violencia, que de ninguna manera significa falta de coraje profundo, con desobediencia civil, con ciudadanos que asuman su papel para estremecer y cambiar a México en un momento de crisis del tamaño de 1810, de la década de 1850 y sus derivaciones, y de la Revolución mexicana. En otras palabras, necesitamos fundar la nueva república, convocar a un nuevo constituyente, sin desprecio de lo valioso que está en el texto actual, pero que tendrá un enorme significado nacional e internacional porque se estaría generando un nuevo ciclo con un nuevo pacto social para encarar los nuevos retos, de cara al milenio que ya corre para México con catorce años en el que son más los abonos a la desgracia que a la prosperidad de todos, no de la casta de privilegiados que medran de un país que necesita ser superada.

Se requiere un nuevo plan nacional para las transformaciones. Toda una síntesis política para la acción, con la vista fija en el interior del país y abierta al mundo y sobre todo a los países emergentes que buscan sus propios destinos con independencia de los intereses imperiales.

Que toda esta enorme energía que se expresó el 20 de noviembre tenga en la unidad de propósitos su mejor arma para convencer a los mexicanos de los cambios impostergables. No entender esto, renunciando al camino de la violencia y las armas, a la postre es poner la arena más propicia no nada más a lo más siniestro que está detrás de Peña Nieto sino incluso a la mano dura que jamás hemos conocido y, tengo para mí desde hace muchos años, la balcanización de México tan anhelada por los peores círculos de poder de Norteamérica.

Ayutla dejó atrás el mundo colonial hispánico, enrutó al país hacia un nuevo estadio; los contrarios se enfrentaron pertinazmente –la llamada reacción se empeñó en eso– y no se prodigaron las bases para la construcción del gran país que hemos podido ser. Esos contrarios se han reeditado ahora. Proponer comérselos o pasarlos al paredón no resuelve nada. Lo que tenemos que hacer es construir una nueva democracia, de ciudadanos que decidan, de mayorías que triunfen y minorías que los reconozcan, con rendición de cuentas entendida como responsabilidad, porque tienen en la competencia permanente la posibilidad de ir avanzando en consensos nacionales bien construidos. Eso sólo lo puede dar la parte más noble del ejercicio de la política.