Ayer se consumó una de las grandes mentiras e imposturas de Duarte Jáquez. La reunión de gabinete ampliado (fraseología hueca) tuvo el tufo del canto del cisne y en algunos matices de un réquiem sui generis, porque vivo y muerto oficia sus propias exequias. Justo en el momento en el que su declive es evidente –detestado por la mayoría y en medio de las contradicciones de fin de sexenio– pretendió sacarse un as de la manga ofreciéndole a Chihuahua una triada de propuestas: gobierno abierto, incluyente y con transparencia. El supuesto as ni siquiera llegó a joto, comodín o joker para adosarlo a la enclenque burocracia y hacer de ella al menos algo mejor, aunque sólo fuera en ínfimo grado. Se trata de la confesión de un fracaso, porque esa trilogía programática –no se necesita tener dos dedos de frente para entenderlo– pudo ser mensaje inaugural en 2010 y no de despedida, como ahora, menos cuando la falsedad asoma por todos lados y basta ver los rostros desencajados de los que aparecen en la primera línea de la fotografía del evento, salvo el del simulador Raymundo Romero al que le envidiarían su rictus en algún gobierno africano de corte soviético. No cabe duda que el mensaje corporal es más elocuente, en ocasiones, que mil palabras.

Con sensatez, quién puede pensar que a estas alturas vaya a haber apertura en un gobierno que ha dado muestra a lo largo de cerca de cuatro años de una cerrazón absoluta en la que la lealtad pedida se ha confundido ayer, hoy y mañana con la abyección, producto del miedo a recibir una descarga de alta tensión y caer al suelo como chanate. El emblema de la puerta cerrada le pesa a Duarte más que la lápida que cargó El Pípila para abrirse paso en la Alhóndiga de Granaditas. Y es que en esto de la apertura, hechos son amores y no buenas razones. La oclusión a la sociedad continuará, y más ahora cuando se tejen las últimas complicidades para encarar la adversidad cargada de desprecio a quien ni siquiera tuvo el don de gentes con los colaboradores.

De la inclusión ni para qué hablar en abundancia. ¿A quién pretende incluir ahora?, ¿a los que les cerró el paso de manera sistemática, incluidos no pocos priístas?, ¿a lo que resta de la traición en el PAN?, ¿a la izquierda que se vendió por una pluri y una sindicatura?, ¿a los proveedores a los que no les paga?, ¿a los trabajadores del volante azotados con la obra del Vivebús?, ¿a las legiones de burócratas que mandó a la calle?, ¿a los grandes empresarios constructores, hartos del súper diezmo y que ven cómo la obra pública se otorga en condiciones de privilegio y para patrocinar la casa duartista? ¿A quién quiere incluir a estas alturas? Quizás a todos pero… ya es demasiado tarde.

La moraleja en esto de la inclusión es recomendarle a Duarte ya no el cálculo, el álgebra, la aritmética, sino el simple ábaco para que aprenda a contar sobre el alambre las seis bolitas que creyó eternas. Se las dio de gran político (“el poder es para poder y no para no poder”), pero resultó, en el conjunto de los gobernantes contemporáneos de su partido, una pifia similar a Óscar Flores, aquella tapia que gobernó Coahuila.

En cuanto a transparencia, queda claro que ni la burla le perdonó a Chihuahua. Se trata del más opaco de los gobiernos, el más corrupto y más impune de los que hasta ahora hemos tenido. Jamás diría “regresa Patricio”, pero en la calle se escucha, para que se den cuenta de cómo andan las cosas. O ¿alguien cree que nos va a aclarar la astronómica deuda pública que gravita sobre Chihuahua y que le ha dejado muy buenos millones?, por ejemplo. Este señor Duarte cree que la retórica es mágica, pero no se ha dado cuenta que la mayor decepción que se puede llevar un pueblo es que le pretendan pasar por verdad aquello que ya los ciudadanos saben de antemano, que es una mentira monumental.

No lo olvidemos: los meses que vienen son los meses del maquillaje, de tejer las lonas para cubrir la corrupción, en los que la partida doble de la contabilidad se fuerza para encontrar sumas iguales, de ahí que el afianzamiento del grupo compacto, las complicidades, el sigilo, la oscuridad y hasta el crimen, sean la ruta muy conocida en los meses en los que se concluye eso que por una simple desmesura del lenguaje llamaríamos administración pública. Chihuahua está harta de todo esto, y soy de los que piensan que lo va a cobrar.

Los que asistieron a la reunión privada, convertida en el muro de los lamentos de Duarte, dicen que Raymundo Romero introdujo con calzador una analogía (imposible analogía, más en la época del pensamiento digital) entre lo que sucede en Chihuahua y la histórica batalla de Stalingrado en la que la extinta URSS detuvo la ofensiva hitleriana dando un viraje a la historia. Quizá lo que quiso decir es que los duartistas han de hacer un gran esfuerzo para remontar una crisis a todas luces insalvable. Lo que ha trascendido del discurso de Duarte, que sumariamente resumiríamos en el reconocimiento de los muchos que piden que se vaya o renuncie, el cambio de visión, la simulación que se traduce en fingir demencia, la petición a los burócratas para que si no pueden atender a la gente renuncien, y sobre todo encargar la honra de este gobierno –¡por Dios, cuál honra!–, denota que el Plutarco Romero, a final de cuentas, advierte el colapso, a mi juicio consumado e irreversible. Cierto que con el recuerdo de la antigua batalla se subraya que con el esfuerzo elevado a la quinta potencia y con el optimismo de la voluntad, se pueden lograr grandes cosas pero, ¡oh, Romero!, para eso se necesitan dotes total y absolutamente distantes del jefe ballezano. Acaso no entiende el encargado de la política interior que, con todo y todo lo que se pueda decir que Stalin, y a pesar de él mismo, en ese momento tenía a su pueblo tras de sí y en actitud de alta heroicidad. A Duarte ya hasta le regatean el saludo, que la mínima cortesía depara a cualquiera en la calle.

En tiempos de consagración, el hedor a réquiem llegó todos. Y es que la cadaverina fluye por todos lados.