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Otra torre del orgullo

Así como Javier Corral construyó su torre del orgullo, sin ser una obra material, la gobernadora Campos Galván pretende construir la suya, esa sí una edificación con costos multimillonarios e impredecibles.

Cuando escribo “torre del orgullo”, siguiendo la vieja idea de la gran periodista Barbara Tuchman, a lo que me refiero es al ensimismamiento en el que caen los gobernantes al diseñar sus proyectos, encerrarse en ellos, no deliberarlos con la sociedad, y al final terminar divorciados con la gente.

Es un problema de personalidad que al parecer aqueja o azota a los gobernadores panistas de los últimos tiempos, y aquí en Chihuahua a la etapa panista que inauguró Corral y ha continuado María Eugenia Campos, como integrantes de un partido político inocultablemente en decadencia. El estar en el poder no significa esplendor, como bien lo dice la historia de muchos emperadores romanos de grandes dominios, pero que vivieron una vida miserable.

He insistido, quepa como una digresión, que hasta ahora tanto Corral como Campos son harinas del mismo costal. Pero ese no es el tema de esta entrega. Abordo el proyecto de construir la Torre Centinela en Ciudad Juárez como la obra insignia del actual gobierno y que se ofrece como la alternativa en materia de seguridad como una novedosa expresión de una política para recuperar la paz.

Se habla de una gran inversión, con centros de mando replicados en el resto del vasto territorio chihuahuense, el traslado de las autoridades del ramo a Ciudad Juarez y, a través de mecanismos de persuasión social, convertir el proyecto en una panacea cuya mezquindad es ir sobrellevando el periodo gubernamental y heredar la misma circunstancia que padece hoy la inseguridad pública.

El proyecto de la Torre Centinela está dañado de origen por la empresa a la que se le concesionó sin licitación de por medio, por una decisión arbitraria. Ya ha corrido tinta suficiente como para acreditar el desprestigio de esa empresa que hoy se beneficia del ancestral favoritismo, enfermedad crónica en la obra pública mexicana.

Suena hasta infantil la defensa de la opacidad que ha hecho al respecto el secretario de Seguridad Pública, Gilberto Loya, so pretexto de que hay que “mantener en secreto” lo que ahí se va a hacer, como un mecanismo adicional para encarar la delincuencia.

En realidad la torre sería el monumento y el blanco a perseguir por los delincuentes, que tendrían concentrado en un solo sitio los supuestos altos mandos que nos van a salvar de la violencia criminal.

Por otro lado, el sistema de la videovigilancia en las ciudades se puede tornar en un instrumento de control político y convertirse en pesada carga, en particular para quienes ejercemos la crítica y la oposición al poder establecido. Suena al “gran hermano” de la novela orwelliana.

Múltiples voces se han levantado oponiéndose al proyecto de la Torre Centinela. Se ha empezado a mostrar la corrupción, la impertinencia misma de la obra y el marcaje puntual de las prioridades que tiene Juárez en materia de necesidades públicas y la satisfacción que podrían tener si se abandona el proyecto de un elefante blanco más, como los que acostumbra la clase política para autolegitimarse.

La oposición a la Torre Centinela se puede vertebrar de manera legal con una consulta ciudadana. Consulta bien hecha, institucional, vinculante y sobre todo que pueda colocar a cada quien en su sitio. Recordemos que a María Eugenia Campos se le revocó en Chihuahua el manipulado y costoso proyecto de alumbrado público.

La historia es que pensaron que lo iban a ganar, porfiaron de que un grupo ciudadano de jóvenes pudiera ganarles la consulta, y las urnas le dijeron “no” a la decisión unilateral que pretendió sacar adelante la entonces alcaldesa de Chihuahua. Ahora presume de demócrata porque asumió entonces la decisión ciudadana. En realidad no le quedó de otra. Y así puede ser con el proyecto de la Torre Centinela.