Son públicas y además notorias las simpatías de López Obrador por Donald Trump. No se sobreentienden sino que son expresas. Han llegado al extremo de la ayuda que le dio en su proceso de reelección en la contienda con el demócrata Joe Biden.

Todos, incluidos los jefes de estado, podemos profesar las simpatías que nos venga en gana, pero estos deben tener una autocontención porque representan los interés de un país; en el caso que me ocupa es más que obvio que este le importa un soberano bledo al presidente de la república.

Recientemente expresó López Obrador que le caía muy bien Donald Trump, lo que de una manera u otra daña la relación bilateral con la Casa Blanca. Pero también esto importa poco. Lo que no se ha puesto a pensar es que Trump no tiene la más mínima decencia para reciprocar un trato sincero y reservado. Él habla como planetarca que es, y seguro estoy que a López Obrador lo ve como un procónsul de su imperio. Abonan a esta afirmación las recientes declaraciones del republicano –me refiero a Trump– de que consultó la posibilidad de detonar misiles contra México, supuestamente para evitar las operaciones del narcotráfico.

Otro extremo trumpista fue cuando dio a conocer cómo doblegó a López Obrador y su canciller en cuestión de unos instantes en el delicado tema migratorio. Eso está a la vista de todos, se hayan hecho o no las revelaciones del expresidente, algo que fue denunciado por académicos de renombre y políticos de la izquierda democrática, como Porfirio Muñoz Ledo

Algunos dirán que se trata de una amistad y simpatías sin reciprocidad, como suele ser en cualquier relación humana que implica los afectos. Pero aquí se trata de jefaturas de estado, de intereses bilaterales entre dos países; y al parecer, López Obrador ya no lo entendió nunca. Pero tampoco entendió la elemental amistad y los deberes que se le conceden a una fraternidad de ese tipo. Eso autoriza a todos a decir: ¡Qué amiguitos, AMLO!