Cuando se escriba la historia de estos años, correrá mucha tinta explicando la tragedia de Andrés Manuel López Obrador. Quizás también dé para obras de género chico. El presidente inauguró su gobierno poniendo en escena una política ajena a la democracia y que se cimienta partiendo al mundo en dos campos: amigos-enemigos, con la divisa propia de la guerra de destruir hostilizando a este último.
No es, ni con mucho, el primero que lo hace. Los fascismos y los populismos recurren a ese artilugio que suele ser exitoso de manera transitoria, para erosionarse luego no sin dejar gran daño. Los ejemplos mayúsculos son los de Hitler en Alemania nazi y Stalin en la Unión Soviética.
Pero aquí hay una característica especial: López Obrador pensó que la empresa era fácil y que nadie le iba a resistir de manera sostenida. No digo que pensó que iba a un día de campo, sí que no imaginó que una sociedad tan compleja y plural como la mexicana es renuente a ser gobernada con las formas y estilo de un presidencialismo autoritario como el que padece actualmente el país.
Debemos a la brillante pluma de Hanna Arendt la descripción de personalidades en la que encaja el presidente. No resisto la tentación de citarla:
“…el gobernante totalitario procede como un hombre que persistentemente insulta a otro hombre hasta que todo el mundo sabe que el segundo es su enemigo, así que puede, con alguna plausibilidad, matarle en defensa propia”.
Retomando la idea, el presidente cree que en sus mañaneras puede fungir como el gran inquisidor, sin respuesta alguna. Esa peregrina idea no tiene sustento racional alguno y él puede hostilizar todo lo que quiera, desde el poder y colonializando la opinión pública de manera cotidiana, pero de ahí a pensar que nadie le contestará, que no habrá quién, en el campo de los intereses contrapuestos, se le ponga enfrente resulta al menos de un candor superlativo en un político que presume de gran altura, al grado de como lo recordó un periodista escribir la reseña antes de leer el libro de la historia, asumiéndose como jefe de una transformación como la que buscaron Hidalgo, Juárez, Madero y Cárdenas del Río.
Y en esa línea hay una deriva que se sustenta en ideas teológicas como la de los parlamentarios morenistas que conciben a López Obrador -háganme el favor- como encarnación de la nación, o sea que López Obrador y su verbo divino se hizo la carne humana de la patria. Por eso menudean las declaraciones invocando al creador aquí y allá, en franca violación del Estado laico que se debiera respetar por el tabasqueño que se asume como juarista.
Hacer política de adversarios es sembrar vientos y cosechar tempestades y eso sucede cuando la tribuna presidencial se aprovecha para descalificar periodistas a diestra y siniestra, defender incondicionalmente a la familia y convertir a la lucha anticorrupción en una batalla sin destino.
Y entonces se traza una frontera de difícil comprensión: los que hacen política cuestionando al presidente participan de un golpe de Estado suave en ciernes, con las consecuencias que se desprenden de la lección que nos narra Hanna Arendt.
La transición mexicana buscó acotar al presidencialismo, dejar atrás la época en que el Ejecutivo federal era el jefe de las instituciones nacionales, no la encarnación de la república. Pero esa transición no logró su meta y lo que tenemos ahora es una reedición del presidencialismo despótico y la destrucción de la democracia germinal.
En parte esto es responsabilidad de una izquierda extraviada que no tiene respuestas a los porqués del cuestionario Woldenberg. También es una crisis de lo que quedaba de nuestro liberalismo, una herencia tan rica como olvidada.
Que existen graves riesgos para el país ahora que se inauguró un proyecto altamente autoritario, no me queda duda, más cuando no veo que se levanten voces consistentes a la mitad del foro ciudadano. Son liberales como los concibió Arendt, de esos que dicen eso no sucederá nunca. Como lo dijeron en los años veinte y treintas en Europa y ya ven lo que pasó.
18 de febrero de 2022.