Se publicó, con el enmarcado debido y vidrio anti reflejante, el Código de Ética del gobierno del estado de Chihuahua. Javier Corral, acompañado de los titulares de las principales oficinas, procedió a colgarlo en lugares visibles al público. Se trata de un recordatorio a los integrantes de su equipo para que se rijan por las quince pautas que contiene, por así llamarlo, este decálogo ampliado.

Podríamos ver este código como un pálido recuerdo de que la ética de las intenciones no se ha ido del todo, aunque a saber las mismas pueden servir para empedrar el camino al averno. De fondo no se trata de nada nuevo; esta forma de actuar ya tiene su historia y su cuestionamiento crítico en no pocos autores y filósofos que han subrayado su carácter inane. En particular recuerdo lo que al respecto ha expuesto Gilles Lipovetsky en su obra El crepúsculo del deber, la ética indolora de los nuevos tiempos democráticos, publicada ya hace alrededor de 25 años.

Siguiendo esta práctica, lo mismo profesionistas que empresarios, medios de comunicación y bancos, corporaciones y partidos, en fin, todos, publican con bombo y platillo su código de ética. Desde luego tienen derecho a hacerlo y hasta a comprometerse con sus “principios”; recordemos que ahora basta decir que en el ámbito de las misiones todas las empresas son socialmente responsables, aunque en la práctica dichas palabras están más vacías que los bolsillos de los mexicanos. Pero en fin, dice el refrán que a cada quien su gusto lo engorda.

Tratándose de las instituciones públicas, ahí no hay nada más qué hacer que cumplir con los principios y postulados contenidos en la ley. Por decirlo de manera castiza, mientras se distingue si los funcionarios son galgos o podencos, y para salvaguardar los pobres conejos de la fábula de Iriarte, quien tiene un puesto público debe cumplir rigurosamente con sus atribuciones y facultades, que están en el fondo del postulado del Estado de derecho que dispone que los funcionarios sólo pueden hacer aquello que les está permitido y, además, responder por ello colocando al margen de su desempeño las propias convicciones. No aquilatarlo así, como en el caso que me ocupa, es tanto como entender que el Ejecutivo se arroga facultades legislativas que no le corresponden. Sin duda, se trata de una esfera en la que los hechos se convierten en la mejor forma de decir, más allá de retóricas e, insisto, buenas intenciones.

Pero hay una debilidad en la publicación de este código: quien lo adopta lo debe hacer desde su voluntad estrictamente personal, no porque venga del superior jerárquico. Mucho se puede decir al respecto, pero hoy me quedo con la dualidad de éticas de las que nos habla Max Webber: la de la responsabilidad que ha de primar en lo público y la de la convicción, que puede ser esencial en los asuntos particulares de la vida fundamentalmente privada. Los funcionarios están sujetos a la ley en el sistema republicano; ahí están las posibilidades de su acción y los límites dentro de los cuales se pueden mover. Fuera de ellos campea la posibilidad de lo arbitrario. Un ejemplo: recientemente parejas del mismo sexo han comparecido al Registro Civil para contraer matrimonio, guiándose por la ética de sus convicciones durante el duartismo se les negó ese derecho y la justicia federal los protegió, pero aún prevalece en no pocos funcionarios y diputados de procedencia panista que, apoyándose en sus propias ideologías, imponen a los demás sus convicciones y eso transgrede el régimen de facultades expresas y limitadas a que está sujeto quien ocupa posicionalmente un cargo gubernamental.

Tengo para mí, también, que el Código de Ética en realidad saldría sobrando, si nos hacemos cargo de que la inmensa mayoría de los funcionarios del gobierno actual son católicos practicantes y lo que consigo traiga de cristianismo dicha confesión, sería suficiente para darle el carácter de vacuo al reciente decálogo ampliado. Pongo un ejemplo y tiene que ver con un mensaje en Facebook de la directora general del COBACH en el estado, Teresa Ortuño, que despidió así el año 2016: “Termina un gran año. Dios, concédeme seguir arriesgando tratando de hacer lo que creo que te agrada. Aunque me equivoque. Pero buscarte a Tí y no a mí ni a otros”.

Aparte de teocrático el mensaje, da a entender que como funcionaria sólo rinde cuentas a su dios y sólo de él busca su aprobación, siendo los otros secundarios. Tiene derecho a creer en esto, no lo objeto, pero quisiera pensar que como funcionaria en un área educativa pública, por demás plural y sobre todo laica, se desempeñará con estricto apego a la ley y no a sus muy particulares convicciones. En otras palabras, los funcionarios públicos que soportan un auténtico Estado de derecho, deben estar a la altura de sus responsabilidades y obligaciones públicas y con eso hacen bastante, o cuando menos lo necesario e indispensable como requerimiento del derecho.

Que esta moda, sobre todo empresarial, llegue con las definiciones de “misión” y “visión” me preocupa como demócrata y particularmente como republicano cívico. Prefiero el cumplimiento frío de la ley y la sanción y fincamiento de responsabilidades a los servidores públicos que la transgredan.

Por eso, mientras se dirime si los funcionarios corralistas son galgos o podencos, que observen la Constitución y las leyes que protestaron cumplir y hacer cumplir.